Foto de ITAR_TASS
¿Cómo pudo atravesar el muro del Kremlin?
En el colegio me interesaba mucho la historia y quería hacer una carrera relacionada con la historia y los archivos. Pero al final, convencido por mi abuelo, decidí entrar en una escuela de cocina. Me gradué con matrícula de honor y fui destinado al restaurante “Praga”, el más importante de Moscú. En aquella época se hacía así: los mejores restaurantes enviaban a sus cocineros, camareros y maîtres al Kremlin para organizar las recepciones de estado. Así fue como en 1975 participé en un banquete para conmemorar el 30 aniversario de la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo que cuando entré a través de la puerta Tróitskiye me temblaban las piernas. Empezamos a sacar los platos a la sala diplomática y, de repente, entró todo el Politburó (dirección política del partido comunista) encabezado por Brézhnev. Fue entonces cuando casi me da algo.
Poco a poco me fueron conociendo y acabé abandonando el restaurante “Praga” para empezar a trabajar para el Kremlin y el Consejo de Ministros de la URSS.
¿Ha sido un trabajo duro?
Un día llegó una delegación de Corea, que por aquel entonces mantenía unas relaciones poco amistosas con la URSS. Por lo visto, querían expresar de alguna manera su actitud hacia la Unión Soviética. El comedor del palacio es una sala para banquetes con capacidad para 36 personas. En una gran mesa redonda había un mantel de lino, de 12 metros, impecablemente blanco que, en el medio, tenía bordados los escudos de las repúblicas de la URSS. Se tardaba una hora sólo en ponerlo. Los camareros y los maîtres siempre cuidaban que estuviera limpio. Si aparecía una mancha pequeñita, la tenían que disimular inmediatamente con una tiza. Pero los coreanos se aficionaron a pedir vino tinto para comer o desayunar. Luego alguien lo vertía “sin querer” encima del mantel blanco: “Vaya, acabo de hacer una plaza roja”. Se reían de nosotros...
Tuve la oportunidad de dar de comer tanto a Indira Gandhi como a Erich Honecker, Helmut Köhl o Valéry Giscard d’Éstaing. Una vez llegué a servir incluso a Margaret Thatcher, que normalmente no hacía uso de nuestros servicios porque le servían los cocineros de la embajada. Pero durante una de sus visitas ella bajó al comedor cuando toda la delegación ya había desayunado. Le servimos una taza de té, una tostada, mermelada y un zumo. De repente, alguien dice: “Hoy nos han servido unos blinis maravillosos que se llaman “palánchiki”. Ella preguntó qué era eso. Dio la casualidad de que se habían acabado todos. Tuve que hacerlos rápidamente con la cuajada que me quedaba, pasarlos por el horno y servirle seis. Se los comió todos. Los siguientes dos días, cuando ella bajaba a desayunar, yo ya tenía para ella los “palánchiki”. Ella entró en la cocina, me dio las gracias y, quitándose un guante, me estrechó la mano personalmente.
Claro que las visitas de los líderes mundiales fueron todo un acontecimiento. Antes de recibir a cada delegación, sobre todo a las procedentes de los países capitalistas, había una reunión dirigida por un oficial de la KGB que explicaba: “Nada de contactos, nada de regalos, nada de peticiones. Estáis aquí para dar de comer,de beber y para recoger”. Entre nosotros, llamábamos a la puerta que quedaba entre la cocina y el comedor “la frontera de la Unión Soviética”. Sólo podían cruzarla los camareros y los maîtres. Eran ellos los que nos contaban lo que pasaba en las mesas. Fue así, a través de un maître, como me entreré de la reacción del 37º presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, ante mis platos. Fue a mediados de los años 80. Nixon llegó a Moscú en calidad de intermediario para las negociaciones entre Gorbachov y Reagan sobre el desarme. Me puse muy nervioso y medité mucho el menú. Como plato principal decidí servir ternera estofada con leche. Debido al mal tiempo, el avión de Nixon llegó tarde, creo que unas cuatro horas. La cena estaba en peligro. Pero al final llega Nixon, entra en el comedor y, pasados unos cuarenta minutos, aparece el maître y me dice: “¿Sabes? Todavía no se ha sentado a la mesa. Le han servido un vino de Burdeos, anda con su secretaria Diana, está haciendo fotos a los platos y repitiendo en francés: ¡Impresionante! ¡Impresionante!” Yo le comprendo muy bien. Por ejemplo, la parte de los entrantes para aquella cena consistía en 15 platos. Eran cuatro tipos de pescado: salmón, esturión, lubina en escabeche con verduras y pescado en gelatina. Luego estaban los entrantes de carne: carne en rodajas, fiambre cocido y solomillo en huevo batido. Había que servir tres ensaladas obligatoriamente, entre ellas una de verdura fresca. Todo se servía en platos con un escudo, pero el escudo tenía que quedar al descubierto. Alrededor del escudo se colocaba un adorno de limón y perejil y al lado se ponía el ingrediente principal, también adornado. No se trataba solamente de poner el pescado, sino de abrir el limón, hacer una especie de valla del pepino, una roseta de tomate, varias espirales y campanillas. Además, los adornos en los entrantes de pescado y de carne no se podían repetir por nada del mundo. Había un técnico especialista que lo controlaba todo.
El ex-chef del Kremlin, Víctor Beliáev. Foto de Kirill Lagutko.
Al final Nixon empezó a cenar y comió con apetito intentando no estropear los rebuscados adornos de los platos. El camarero empezó a servir el té cuando yo ya me iba. Pasadas las doce de la noche, bajé a la planta baja donde me esperaba el Volga de turno para llevarme a casa. Los conductores siempre están hambrientos, así que decidí volver a subir para llevarle un bocadillo. Entro y veo a Nixon en medio de la cocina. Me ve y me dice: “¿Es Ud. el chef?” Me estrecha la mano y vuelve a repetir: “¡Impresionante, Víctor! ¡Impresionante!”. Volví a casa emocionadísimo y le dije a mi mujer: “Imagínate, el propio presidente de Estados Unidos me ha dado la mano”.
Durante su visita, Nixon le pidió a Gorbachov que le llevara a uno de los mercados de alimentación diciendo: “No llamemos la atención, iré con Diana y uno de los guardaespaldas”. Pensó que no le reconocerían. Se abrochó el abrigo para que no se le viera la corbata. Los guardaespaldas se alejaron. Pero lo reconocieron enseguida y empezó el barullo: todo el mundo le ofrecía fruta, nueces y flores. Todo el mundo le quería dar la mano y le pedía autógrafos. Total, que se quedó ahí tres horas. Al final, volvió al palacio donde todo estaba preparado. La mesa estaba puesta, pero Nixon no salía. Miramos por la ventana y viemos que estaba en el jardín, muy nervioso. Resulta que a la hora de salir del mercado, en la escalinata una viejecita le salió al encuentroy le tendió dos bolsitas de pipas mientras decía: “Haz lo que sea para que no haya más guerras, mis tres hijos han muerto en una”. Me imagino que era una de esas situaciones en las que Nixon no sabía qué hacer. Cogió las bolsas de pipas, metió la mano en el bolsillo para sacar dinero, pero luego recapacitó a tiempo, se agachó y besó la mano a la señora. Tardó bastante en recuperar el ánimo. Una persona sensible, muy humana.
Nixon y yo nos hicimos una foto de recuerdo. Recibí esta foto con una inscripción que decía: “A Víctor Beliáiev, un gran chef, con agradecimiento de Richard Nixon”. También me regaló una foto suya con su hija.
De la izquerda a la derecha: Anastás Mikoyán, Nikita Jrushchev, Leonid Brézhnev, Gérman Titov, Yuri Gagarin. Foto de Ria Novosti
¿Cómo se controlan los alimentos destinados a la mesa de los jefes de Estado?
Todos los productos que entran, pasan primero por un laboratorio químico. Se comprueba el contenido de metales pesados, pesticidas y otras sustancias nocivas. Es muy fácil: si el producto no responde a la normativa sanitaria, se desecha.
¿Es más difícil sorprender en una recepción de estado hoy en día que hace 20 años?
Claro que es más complicado. Tanto Vladímir Vladímirovich Putin como Dmitri Anatólievich Medvédev son personas jóvenes que han viajado mucho. A las recepciones viene gente que ha estado en muchos países y ha probado todo tipo de cocinas. Así que a partir del año 2000 las recepciones de estado han cambiado mucho. Antes se ponían unas mesas enormes, larguísimas, que yo llamaba “naves”. A decir verdad, no eran muy bonitas. Nos salvaba el entorno, las paredes decoradas de la sala Gueórguiyevski y unas arañas impresionantes. Pero el departamento protocolario de Putin decidió cambiarlo todo. Primero, redujeron el número de platos. En las recepciones de la época soviética había de tres a cuatro kilos de comida por persona. ¿Quién es capaz de comer tanto en dos horas de protocolo? Todo eso era poco racional y nada económico. Pero existía la costumbre de poner en la mesa platos para dar “imagen”, como por ejemplo, esturiones enteros o cochinillos. Era una demostración de grandeza: “¡Aquí en Rusia tenemos de todo, montañas enteras de empanadas y el caviar se puede comer a cucharadas!” Cuando preparábamos las recepciones soviéticas, nos salían callos a la hora de cortar el hielo de forma artística. Y es que el caviar no se servía de cualquier manera. Se hacían figuras de hielo con la forma de los muros del Kremlin. Primero vertíamos agua en las cazuelas, la congelábamos, y luego le dábamos forma con la ayuda de soldadores. Ahora para eso hay sierras eléctricas, mientras que en aquel entonces se hacía todo con un cuchillo. Cuando la forma estaba hecha, se metía en tinta de remolacha para darle el tono adecuado. Después, en esta figura de hielo se metía un plato de cobre y níquel dentro del cual ya se ponía un platillo de vidrio para el caviar, y así es como se servía. Era bonito, sin duda.
También había platos especiales para el pescado. Eran alargados y anchos para que apareciera en todo su esplendor y, además, adornado con mayonesa, arándano rojo y perejil. Se hacían pedestales enteros para los platos de pescado: un recipiente transparente se llenaba de agua, como si fuera un acuario, y allí nadaban pequeños pececitos. Todo ello, iluminado. Imagínese: se encendían las grandes arañas, sonaba el himno de la Unión Soviética y se veían las mesas llenas de cochinillos, esturiones, caviar… La fruta se servía en fruteros con rubíes. Había alrededor de doscientos fruteros así. Los poníamos sobre la mesa utilizando un hilo tenso para garantizar la simetría.
Pero toda esa suntuosidad se desmoronó en la época de Gorbachov. No se sabe cómo desapareció la vajilla lujosa, y los menús se hicieron mucho más pobres. En la época de Yeltsin hubo intentos de devolver el esplendor perdido, el señor Borodín iba comprando algunas cosas. Sin embargo, la cocina rusa prácticamente desapareció del Kremlin con Vladímir Putin. Pusieron unas mesas redondas (cosa que, por cierto, está muy bien), aparecieron las sillas con fundas y la sala de recepciones se transformó por completo. A esto le siguieron los cambios en el menú. En primer lugar, se redujeron los entrantes. Empezamos a servir sólo mini-empanadillas y fruta. De los grandes recipientes con naranjas, manzanas y uvas, pasamos a pequeñas copas de frutas del bosque: frambuesas, grosella negra y racimos de moras. Empezamos a servir a la europea, es decir, no todo a la vez, sino por turnos: primero los entrantes fríos, luego los calientes y más tarde el plato principal seguido del postre. Intentamos abandonar el lujo imperial, alejándonos de la cocina rusa, pero alrededor del año 2003 pude escuchar en una reunión dedicada a la preparación de la recepción: “Vladímir Putin ha dicho que habría que cocinar algo más cercano a la cocina rusa. No olvidemos la tradición nacional. Vamos a servir arenque “bajo el abrigo” y gelatina”. Se dice pronto, pero ¿cómo servirlo en un cócktail? Al final encontramos la solución. A la guarnición tradicional del arenque la llamamos “el abrigo” y ahora se sirve en pequeños platillos, mientras que la gelatina se prepara directamente en minúsculos moldes de cristal.
¿Transmite Ud. su experiencia?
¡Claro que sí! Doy clases en la Universidad Plejánov intentando convencer a los chicos de que cuando aprendan la profesión no se olviden de la cocina nacional. He encabezado la Asociación de Cocineros de Rusia, que declaró el año 2010 el “Año de la cocina rusa”, para atraer la atención de la gente hacia nuestra comida, la más tradicional. Pero ahora es imposible promover la cocina rusa en las grandes capitales. La comida rápida es la que prima. En esta situación lo que me da pena no es solamente mi profesión, sino que todo el sector de la alimentación se está muriendo. No entiendo por qué todo el mundo olvida que existe la alimentación infantil, la preescolar, la escolar, la de los estudiantes, la de los militares, la alimentación para los hospitales o la social. Hoy en día pocas personas se preocupan de ello. Pero nosotros sí que nos preocupamos...
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