Gorbachov: desde fuera y desde dentro

Pavel Palazhchenko

Pavel Palazhchenko

Cuando se le pregunta qué opina al respecto, Gorbachov asegura que no siente rencor y que entiende a los que piensan así porque la transición a la democracia ha sido muy difícil para millones de rusos. Gorbachov tampoco niega su cuota de responsabilidad en todo el proceso, al tiempo que reconoce los errores y fracasos de la perestroika.

Conozco a Gorbachov desde hace muchos años y no dudo de su sinceridad. Le resulta inaceptable sugerir que “el líder no tuvo suerte con el pueblo”. Sin embargo, la brecha que existe en la percepción de su figura en el interior de Rusia y en el extranjero, no puede explicarse sin tener en cuenta ciertos aspectos del carácter nacional ruso así como de la historia del país.

Cuando Gorbachov llegó al poder había un deseo de cambio generalizado. Aunque la inmensa mayoría no estaba segura acerca del cambio que deseaba. Prevalecía la clásica esperanza del pueblo ruso que consiste en aspirar a un “soberano afable” y “un buen zar”. Prácticamente todas las medidas drásticas o decisivas que tomara la nueva dirección del país serían percibidas por el pueblo como el principio del cambio.

No es cierto que Gorbachov “no tuviera otra opción”. En aquella época, los líderes del partido simpatizaban con una especie de “ideología en la sombra” que mezclaba elementos del nacionalismo ruso y de la geopolítica imperial. La opción más obvia habría sido “fortalecer la disciplina” y “poner la casa en orden”, lo que habría conducido gradualmente a la transformación del régimen soviético en algo muy parecido al de Ceaucescu.

La elección que tomó Gorbachov, con la aprobación de un Politburó conservador, no fue ni mucho menos la más obvia. Quería que la perestroika, iniciada desde arriba, recibiera el respaldo de los de abajo, pero no como un gesto de aprobación rutinario y universal, sino empoderando a millones de personas. En un principio intentó ejecutar este plan dentro del sistema vigente, pero a los dos o tres años se le ocurrió la idea de la democratización. Logró la aprobación del Politburó, que a pesar de su recién elección demostró no estar preparado para los cambios, las sorpresas y la inestabilidad que inevitablemente acompañan el inicio de toda profunda reforma.

Tampoco el pueblo, en su mayoría, estaba preparado para lo que se avecinaba. Pese a gozar de mayor libertad, la gente seguía dependiendo de un milagro, de una “mano dura” y un “líder decidido”, lo que explica el aumento de popularidad de Yeltsin. Esta es la causa principal por la que la figura de Gorbachov siga sin entenderse hoy en día.

Resulta irónico que los primeros que “huyeron de Gorbachov”, uniéndose a los nacionalistas de las repúblicas no rusas y se reunieron en torno a Yeltsin en Rusia, fueran las personas pertenecientes al sector más activo e instruido de la sociedad. La intelectualidad, que fue la que mayores y más rápidos beneficios obtuvo de las nuevas libertades, aprovechó esta libertad para organizar una grandiosa “celebración de desobediencia”.

En medio de esta gran celebración, a los nuevos líderes les resultó fácil dividir la Unión Soviética prematuramente, cuando ninguna de las repúblicas no tenía aún ni las instituciones democráticas, ni sociedad civil, ni la economía de mercado desarrolladas. Veinte años después, resulta evidente que esta disolución prematura de la Unión Soviética no aceleró la formación de tales instituciones sino que la retrasó, además de favorecer el surgimiento de regímenes que ejercen un poder indiscutible que no es sino una burda imitación de la democracia. Sin embargo, son pocos los que están dispuestos a reconocerlo. Para los habitantes de muchas de las antiguas repúblicas soviéticas, la penuria de las dos últimas décadas se ha visto compensada por un sentimiento de orgullo nacional surgido de su recién descubierta independencia. Con todo, no es este el caso de Rusia. Según las encuestas, Rusia es la única ex república soviética en la que el pueblo, en su mayoría, considera que la desintegración de la Unión Soviética supuso la pérdida de un gran país que les pertenecía.

A la hora de buscar un culpable, personas de todos los ámbitos posibles, desde comunistas que votaron en el Soviet Supremo a favor de los acuerdos que ponían fin a la Unión,pasando por radicales que apoyaron todo lo que pudiese debilitar al gobierno central hasta ciudadanos de a pie que ni siquiera pestañearon al enterarse de que su país ya no existía, señalan con el dedo a Gorbachov. Hay quien lo critica por no utilizar su poder para suprimir el separatismo, otros aseguran que la Unión Soviética se habría conservado si Gorbachov hubiera transferido el poder a Yeltsin tras el fallido golpe de estado en agosto de 1991, esto se lo oí decir a uno de los antiguos colaboradores de Yeltsin, y también están los que simplemente sienten una ciega hostilidad hacia él.

Al mismo tiempo, hoy en día el pueblo disfruta de los derechos y las libertades adquiridos durante los años de la perestroika. La libertad de emprender negocios privados, de culto religioso, de viajar al exterior y, hasta donde permiten las autoridades, la libertad de expresión y de asamblea se consideran en la actualidad condiciones básicas que no hay que agradecer a nadie. Al contrario, hay voces críticas que aseguran, como señaló Alexander Solzhenitsyn, que “la glasnost de Gorbachov arruinó todo”.

Solzhenitsyn no fue el único en no advertir la contradicción entre las impacientes exigencias de los primeros años de la década de 1990 y los reproches que se descargaron sobre Gorbachov tras su salida del poder. Ni siquiera la dimisión de Gorbachov, que salvó al país de una agitación aún más grave, fue apreciada por las personas ni por la “élite”. A la hora de citar las figuras más destacadas de la historia de Rusia no piensan en Alexander II, el zar que liberó a los campesinos, sino en Iván el Terrible, Pedro el Grande y Joseph Stalin.

Con esto no pretendo “culpar al pueblo”. La historia nos ha hecho lo que somos. La mentalidad y el carácter nacional cambian con mucha mayor lentitud que la cultura material. Pero no podemos abordar un problema si no empezamos por reconocerlo. La divergencia en la percepción de la figura de Gorbachov entre Rusia y la mayor parte de los países es sin duda un problema, no de Gorbachov, sino de Rusia. Cerrar la brecha que nos separa del resto del mundo en la valoración del papel que desempeñó esta figura en la historia sería un gran paso para la integración de Rusia en la comunidad global.

Aunque esto no puede suceder por sí solo. Para que suceda, Rusia necesita volver a construir una verdadera democracia. El éxito no está garantizado. El líder que acepte dar este paso no lo tendrá fácil, pero será un reto mucho menor del que aceptó Gorbachov, que inició estas reformas en un país muy particular que ninguno de nosotros comprendía del todo. Hoy no somos tan particulares, lo que seguramente es positivo. Estamos buscando el camino de la democracia junto a muchos otros países y cientos de miles de personas. Cuando hayamos recorrido el camino, podremos apreciar como corresponde a la persona que nos brindó la oportunidad.

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