Si el terrorismo es propaganda por los hechos, la matanza del aeropuerto de Moscú-Domodédovo, perpetrada el pasado 24 de enero, consiguió el objetivo de insertar un anuncio publicitario terrorista de gran impacto, de manera gratuita y obligatoria, en todos los medios de comunicación de todos los países del mundo.
Si el terrorista busca la conmoción -en primer lugar, la del narrador del hecho, el periodista-, el asesinato de 36 personas, los 180 heridos, el pánico sembrado de sangre y humo en el aeropuerto más importante de Rusia, conmueve a los ciudadanos de Moscú, golpea al pueblo ruso y espanta a todos aquellos a los que nos repugna el uso de la violencia.
Si el terrorismo persigue derribar Estados y pretende sustituirlos por su poder absolutista, los terroristas del Norte del Cáucaso, autores de la matanza según la policía rusa, no han conseguido su objetivo, como parece evidente. Los atentados terroristas que golpean a la población civil, por definición ,indefensa, tienen un efecto devastador aún mayor que los crímenes en los que las víctimas son policías o militares. Si las víctimas del terrorismo son ciudadanos de varias nacionalidades que toman un avión en viaje de negocios (Moscú, enero de 2010), o trabajadores que se suben a un tren para ir a su lugar de trabajo (Madrid, marzo de 2004), o personas que están en plena jornada laboral en un edificio del centro de una gran ciudad (Nueva York, septiembre de 2001), los ciudadanos del mundo que ven esa información en la televisión establecen un mecanismo de identificación automática con los asesinados: yo también podía haber muerto, se dicen mientras se conmueven ante las imágenes de las matanzas. El terrorismo alcanza así su objetivo de darse a conocer, de hacer daño, conmover y obligar a los gobiernos a definirse ante el estado de pánico que se crea en la población.
En la matanza de Domodédovo, los terroristas han sido minuciosamente criminales, y a la carga explosiva le han añadido metralla, piezas que al explotar saltan en todas las direcciones. Por otra parte, el hecho del que el autor del crimen perdiera voluntariamente la vida al activar el explosivo él mismo, hace extraordinariamente difícil el combate contra este tipo de terrorismo. Frente a los terroristas del desaparecido IRA, y de la aún no desaparecida ETA, que cuando planifican un atentado lo primero en que piensan es cómo salir ilesos del escenario del crimen, los terroristas islamistas, fanatizados hasta el punto de creer que desde el lugar de la explosión se van directos al cielo, hacen muy difícil una actuación policial que impida los crímenes.
Las poblaciones civiles quedan dañadas psicológicamente durante meses o años, después de asistir a un atentado de estas proporciones en su ciudad. En el caso de Nueva York, aún hay cicatrices sin cerrar, en cambio, en Madrid, la recuperación de la población ha sido más rápida y no quedan tantas secuelas psicológicas y de la trama urbana como las que que marcan a la ciudad estadounidense.
Rusia parece condenada a vivir en los últimos años castigada por atentados terroristas y secuestros que, como en Beslán (septiembre 2004), cuestan la vida a 331 rehenes; o en el teatro Dubroska , en Moscú (octubre de 2002), se saldan con 121 rehenes muertos y 41 terroristas chechenos abatidos. El terrorismo siega vidas, siembra miedos y trata de que la población civil se vuelva contra su Gobierno para que resuelva el problema aunque sea a base de claudicar ante las demandas de los criminales. Lo cierto es que frente a la reiteración criminal de los terroristas, los Estados democráticos deben emplear firmeza democrática: eficacia policial, movilización ciudadana y recursos económicos y políticos que impidan a los terroristas crecer en un caldo de cultivo que casi siempre está sembrado de odio.
José María Calleja es escritor y profesor en la Universidad Carlos III de Madrid
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