In memóriam: Borís Yeltsin

Foto de ITAR_TASS, Vitali Beloúsov

Foto de ITAR_TASS, Vitali Beloúsov

Tenemos suerte por vivir en este mundo. El hecho de que el colapso de la Unión Soviética y su imperio hayan sido presididos por dos hombres de la inteligencia y moderación de Gorbachov y Yeltsin no tiene otro nombre. Podría no haber sido así. A pesar del oprobio que recibieron en su país serán recordados a lo largo de la historia como líderes positivos, aunque algo limitados.

Gorbachov y Yeltsin están unidos en un abrazo que tiene dos caras, por más que lo lamenten. Fueron aliados en los primeros años de la perestroika, ya que ambos reconocían e incluso admiraban las fuerzas del otro, pero acabaron por convertirse en amargos rivales que se aborrecían. En resumen, se culpaban mutuamente por moverse con el fluir de la historia.

Gorbachov reconoció la inutilidad de la Guerra Fría y la llevó a su fin con el objetivo de vigorizar el sistema soviético, aunque fracasó. Yeltsin reconoció la inutilidad del sistema soviético en sí mismo y ayudó a llevarlo a su fin con el objetivo de lograr que Rusia fuera aceptada por los países occidentales.También fracasó. Fueron fuerzas externas a ellos mismos las que determinaron el resultado de la Guerra Fría y el fin de la Unión Soviética. Sin embargo, un final pacífico requería el talento de políticos del más alto nivel.

Yeltsin comprendía el sistema soviético desde dentro como pocos, gracias a sus años como jefe del PCUS en Sverdlovsk. Sin embargo, no llegó a entender las dimensiones del fracaso soviético hasta que no tuvo un encuentro con el mundo exterior.—el exterior— en persona no comprendería en qué medida su país se había convertido en un fracaso. Tras su primer viaje a los Estados Unidos, Yeltsin quedó atónito por lo que podía encontrarse en un supermercado común y por el hecho de que los “trabajadores” pudiesen hacer compras allí. A su vuelta, relató semejantes maravillas a un consejero cercano y Yeltsin exclamó: “¡Nuestro sistema es un asco!”. Esa conciencia le permitió acabar con el sistema.

Resulta difícil reconocer el coraje político y personal necesario de un miembro del Politburó para separarse abiertamente de su partido y emprender un camino político independiente. En teoría, Yeltsin debió haber desaparecido. Gracias a su carisma, descaro y buena suerte, permaneció. Primero en Moscú y luego como líder de la Federación Rusa. Supo qué hacer en momentos tan difíciles como el golpe de estado de agosto de 1991. Aunque posteriormente su experiencia e instinto se equivocaran.

Es casi necesario haber estado allí para recordar lo grandioso que era su carisma ante una multitud rusa por aquellos días. El hombre podía dominar una sala con sólo entrar en ella. Recuerdo ahora una reunión informativa con una famosa periodista estadounidense, yo comparé el magnetismo y la arrolladora virilidad de Yeltsin con las cualidades de Lyndon Johnson y la periodista replicó: “Lo son aún en mayor medida”.

Yeltsin tenía mucha fe en la juventud y en la gente con talento de ideas “occidentales”. No era un gran político en lo que se refiere a la aplicación de recetas occidentales para el paciente ruso, sino más bien una especie de FDR que intentaba una cosa tras otra hasta que algo funcionase. Lamentablemente, ninguna lo haría.

Yeltsin siempre se sentía inspirado ante una crisis, pero carecía de la capacidad para concluir lo que había comenzado y de las fuerzas para implementar fructíferamente las reformas. Le cansaban los detalles de la vida política pluralista. A pesar de haber obtenido la renovación de su mandato en un referendum en abril de 1993, Yeltsin fue incapaz de aprovecharlo con eficacia para llevar a cabo una reforma constitucional. Posteriormente, recurririó a métodos ilegales para prorrogar la legislatura y obtener una victoria pírrica el 4 de octubre. Tal episodio fue un terrible revés para el estado de derecho en un país que lo necesitaba imperiosamente. Las elecciones de diciembre de 1993 demostraron claramente que Yeltsin se había alejado definitivamente de las necesidades y de los miedos económicos del ruso medio, además de provocar una terrible derrota para el equipo del mandatario. Hay que reconocer también que Yeltsin aceptó el resultado electoral, pero nunca aprendió a lidiar con un parlamento desobediente.

Todos los líderes importantes cometen errores, pero los dos que cometió Yeltsin fueron de tal calibre que estropearon por completo sus históricos logros.

Rusia se veía enfrentada a un verdadero problema de orden público en el Cáucaso Norte en 1994. A pesar de ello, el comienzo de la guerra contra el pueblo checheno constituyó un gran error así como una muestra de falta de humanidad que tenía dejos de liderazgo soviético. La carnicería emprendida no sólo sumergió a la región en un baño de sangre, sino que también cambió el curso de las reformas políticas en Moscú y, definitivamente, tornó a muchas opiniones occidentales en contra de Rusia. Yeltsin siempre quiso que su país fuese aceptado por Occidente por haber triunfado sobre el comunismo. Tal y como le comentó a un compañero, sus dos mejores momentos fueron agosto de 1991 y su presentación ante una sesión conjunta del Congreso de los Estados Unidos. La guerra contra los chechenos se convertiría en el instrumento ideal de la rusofobia en Europa y EE.UU. (“ideal” por ser de fabricación rusa).

El segundo gran error de Yeltsin fue presentarse a un segundo mandato presidencial, cuando él (y todos) tendrían que haber comprendido que no estaba en condiciones de ocupar dicho cargo. Lamentablemente, fue muy fácil convencer a Yeltsin de que sólo él podría evitar la vuelta al poder de los comunistas. El urgente mensaje provino de Washington y era un disparate. Había numerosas alternativas a Yeltsin. Ninguno de estos hombres era ideal y no eran conocidos en Occidente, pero cualquiera de ellos hubiera podido ganar y habría hecho un mejor trabajo que Yeltsin, cuyos últimos años en el cargo alternaron el fracaso con el sinsentido. Para aquellos que recuerdan a Yeltsin en sus mejores años, el contraste suele ser literalmente doloroso.

¿Cómo evaluaría Yeltsin la elección de su sucesor? Tendría que reconocer que Putin representa el fin de la transición postsoviética y es un emblema de liderazgo ruso para los próximos años, si no décadas. ¿Sintió que no tenía una mejor opción, que se había equivocado, o simplemente que las circunstancias habían llevado a Rusia de vuelta a situaciones conocidas?

Dado su diverso legado, ¿por qué uno habría de mirar con respeto el liderazgo de Boris Yeltsin? Ante todo, porque fue la antítesis de un Slobodan Milosevic ruso. Todos nos beneficiamos de la labor desempeñada durante los meses críticos de 1991-1992. Además, deberíamos recordarlo por la visión que no pudo concretar. En gran medida, Yeltsin fue un líder ruso que no tenía miedo de las masas. Creía que si, de algún modo, el pueblo ruso podía empoderarse tanto política como económicamente, todo andaría bien. Sólo que no tenía ni la más mínima idea de cómo conseguirlo.

Aleksandr Yakovlev dijo que Gorbachov era demócrata por naturaleza, pero siempre tuvo miedo de la democracia. Por el contrario, Yeltsin por naturaleza no era demócrata, pero no temía a la democracia en su país. No quería movilizar ni coartar, disciplinar o controlar a su pueblo, sino empoderarlo. Aunque fracasó. Yeltsin no pudo materializar su visión en parte porque la tarea era inmensa y, por otra parte, porque muy pocos incluso de las llamadas fuerzas demócratas en Rusia compartían su confianza en la gente. De hecho, es ampliamente conocida la descripción del pueblo ruso que hizo uno de los asistentes más cercanos de Yeltsin en el Kremlin que dijo que era “estiércol de la historia”.

El fracaso es un axioma inevitable de todas las carreras políticas. Ciertamente, Yeltsin fracasó, pero, ¿cuánto tiempo pasará hasta que Rusia vuelva a engendrar a un líder nacional que crea que su pueblo debe ser empoderado en lugar de movilizado?

Wayne Merry fue jefe del departamento de prensa de política interna de la Embajada de los Estados Unidos en Moscú entre 1991 y 1994.

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