Artista Dmitry Divin
Decía Nietzsche que cuando nuestro conocimiento es incompleto, cualquier afirmación, por poco explicativa que nos parezca, acaba siendo rápidamente aceptada como forma de superar esa angustiosa sensación de desconocimiento. En tiempos de urgencia y crisis, se echan en falta las afirmaciones sólidas y contundentes que respondan sin vacilación a las incertidumbres que produce la realidad social, al tiempo que se aceptan con desgana las precisiones y puntualizaciones de analistas y expertos. La tendencia es abandonar la senda de las explicaciones densas de realidades complejas, y optar por los argumentos unidimensionales. Tomemos el ejemplo del islam en Europa: desde hace más de cuatro décadas los investigadores sociales intentan comprender las razones que explican el difícil encaje de las poblaciones musulmanas en el Viejo Continente, a pesar de que los vientos del debate parecen soplar en dirección de afirmar que la presencia del islam en Europa es un problema del que hay que desembarazarse. Y punto.
Y ese punto, que probablemente Nietzsche nos diría que nos reconforta como sociedad al mostrar nuestra cara más autoritaria, sirve para invalidar cualquier tipo de matiz que pueda hacerse en relación a este tema, hasta el punto de convertirse en un principio de verdad cuyo cuestionamiento despierta sospechas. Esta forma de pensar recelosa y maniquea, globalizada tras el 11-S, ha servido de manera catártica para exculparnos de cualquier responsabilidad como sociedad. Pero también para impulsar en la arena política y mediática europea una posmoderna combinación de populismo y xenofobia, que propugna la expulsión de todos los musulmanes de Europa.
Si la intolerancia es uno de los índices que juega fuerte en el mercado de valores europeo, ello no se debe tanto a que se haya superado un supuesto “umbral de tolerancia” (un falaz concepto pseudo-sociológico), como a que las sociedades europeas están activando sus mecanismos de resistencia ante una diferencia que entienden como excepcional (el islam como algo importado desde fuera de Europa por poblaciones que, esencialmente, siguen siendo consideradas como no europeas ), como incompatible (en base a la contradicción del islam con los valores europeos, y las dudas de la lealtad de los musulmanes respecto a los principios democráticos), y como una amenaza (como presencia inquietante, que genera pánicos morales, y de la que hay que protegerse preventivamente). Nos debería preocupar seriamente esta tendencia al repliegue comunitario de nuestras temerosas sociedades del bienestar, que buscan culpar de sus males a colectivos minoritarios, obviando que el problema se halla en su defectuoso y desigual reparto de la riqueza y las oportunidades.
Velos, imames y mezquitas vienen a representar episodios comunes de las recientes controversias que parecen enfrentar a los musulmanes con la sociedad europea. Y, a pesar de que es cierto que se presentan situaciones concretas que plantean serias contradicciones con la regulación de la convivencia en una sociedad democrática, se tiende a transformar todo desencuentro en enfrentamiento banal, con lo que supone de disolución de la complejidad. Ello mina nuestra calidad como sociedad democrática. Ante la idea de enfrentarnos a nuestras propias contradicciones, preferimos exorcizar nuestros males apelando a una oposición esencialmente construida respecto a ese Otro amenazante. De ahí que se tienda a desempolvar viejos símbolos, como demuestra el siguiente caso. En un reciente conflicto relacionado con la apertura de una mezquita en Cataluña, una de las pancartas rogaba: “¡Que vuelvan los Reyes Católicos!”.
Jordi Moreras es profesor de antropología en la Universitat Rovira i Virgili (Tarragona)
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