La tragedia de Beslán, seis años después

El 1 de septiembre de 2004 me costó trabajo que mis tres hijos entraran al colegio. Estaban nerviosos. Acabábamos de llegar a Moscú y todo era nuevo. Hacía un día de verano espléndido, nada parecía indicar que era otoño, salvo los niños rusos que se dirigían hacia el colegio con paso decidido. Mi marido y yo somos periodistas y llevábamos viviendo en Europa seis años. En esos seis años, nos las habíamos arreglado para vivir muchos momentos maravillosos, pero también aterradores y confusos. Ahora habíamos tenido la inmensa suerte de comenzar una nueva aventura en uno de los países más extraordinarios del mundo.

En eso iba pensando yo mientras volvía del colegio, camino de nuestro apartamento del más puro estilo soviético, que se encontraba justo enfrente del hotel Ukraine. Encendí la televisión para ver qué ponían que me ayudara a mejorar mi nivel de ruso.

Y me encontré con una especie de situación de emergencia en un colegio, con madres con pequeños pañuelos en la cabeza llorando a las afueras del patio y hombres que corrían sin dirección. Pensé que se trataba de Moscú. Era obvio que habían secuestrado a niños. Llamé a mi marido, que quería dar una buena imagen y ya se había pasado por la oficina.

“¡Han tomado rehenes en un colegio de Moscú!”, le grité por teléfono.

“No, no, es en Beslán”, me contestó.

“¿Dónde está Beslán?”, grité.

“En Osetia del Norte”, respondió. Lo desconocía por completo. Sabía lo dura que era la vida en el Caúcaso y conocía sus conflictos, pero Osetia del Norte era una desconocida para mí. Pero muy pronto, los niños del gimnasio del colegio, cargados con explosivos, padeciendo un calor sofocante, y escocidos por la orina, eran lo único que importaba. Beslán, el secuestro de su colegio y sus sucias calles se convirtieron en algo familiar en las siguientes 52 horas.

Han pasado seis años desde que el colegio n.º 1 de Beslán fue tomado por terroristas, y 1.000 estudiantes, padres y profesores, secuestrados como rehenes. Toda Rusia, y gran parte del mundo, se paralizó horrorizada y estuvo de vigilia durante dos días y medio. Todo acabó mal, el intento de rescatar a los rehenes fue caótico; una chapuza. El 4 de septiembre murieron 331 personas, casi 200 eran niños. Otras cientos de personas resultaron heridas de gravedad.

El primer día, se veía llorar juntos a desconocidos. Tras la conmoción inicial, todos hicimos un esfuerzo por intentar comprender la tragedia.

Mi marido se dirigió a Beslán ese día. Yo no había empezado a trabajar aún, así que andaba arriba y abajo en el apartamento intentando pensar en otra cosa que no fueran los niños de ese gimnasio del colegio de Beslán. Rusia no podía pensar en otra cosa. De hecho, me sentí ligada a mi país de acogida de la forma más súbita y primitiva.

Mi marido había cubierto muchos conflictos, pero cuando volvió de Beslán, era otra persona. También les ocurrió a sus colegas rusos. Un tanatorio improvisado con cuerpos de niños no se olvida.

Cuando el secuestro acabó en catástrofe, el mundo entero lloró con Rusia. Beslán pasó a conocerse como el ‘11 de septiembre ruso’. Muchos rezaron por los que murieron, muchos más rezaron por aquellos que salieron por las ventanas, con la piel desgarrada y el corazón roto, a una vida mucho más trágica y difícil. Todos los habitantes de la ciudad de Moscú estaban clínicamente deprimidos ese otoño de 2004. La ansiedad se había generalizado, pero los típicos conflictos del día a día habían desaparecido. Durante algunos meses, los Bentley se detenían en los pasos de cebra y los jóvenes ayudaban a los jubilados a cruzar la calle. Había una sosegada y extraña empatía en el ambiente.

Recuerdo que crucé un puente que hay sobre el río Moscova la Nochevieja de 2005. La tristeza había abandonado Rusia de forma tan rápida como colectiva como si todos se hubieran quitado el abrigo al mismo tiempo. Había llegado el momento de seguir adelante. Es obvio que el tiempo hace que dejes atrás el dolor. Pero tanto mis amigos rusos como extranjeros estaban de acuerdo conmigo: aquello no podía tener ningún sentido y había costado una inmensidad olvidarlo.

Cuando pienso en Beslán, creo que Rusia, salvo unos pocos activistas que no lo harán, quiere olvidar ese terrible dolor. Y entiendo que quieran dejarlo atrás. Pero me pregunto qué pasa con los supervivientes. El dolor lo llevan consigo. No tienen a dónde ir.

Nora FitzGerald era corresponsal de ARTnews en Moscú.

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