Robin Joy, especialista interpretativa del Parque EstadualHistórico Fort Ross, muestra una piel de nutria marina. Fuente: AP Photo/Rich Pedroncelli
La entrada de madera de Fort Ross estaba cerrada con un candado que podía arrancar fácilmente cualquier transeúnte y abrir la cerca que marca los límites de un parque nacional estadounidense.
Tras dejar el coche frente a la cerca, junto con Yuri Gerasin, cónsul general de Rusia en Seattle, nos adentramos en la espesa niebla que cubría el primer asentamiento ruso en California. Pasamos delante de una pequeña casa vacía en la que podía verse a través de una ventana una caja registradora, evidentemente utilizada para emitir los tickets de entrada para los visitantes. Continuamos caminando en dirección hacia el mar y finalmente pudimos divisar algunos coches en la neblina que se hacía cada vez más leve.
Apenas nos acercamos, dos personas aparecieron de la nada. Por sus uniformes, parecían ser oficiales de policía. Tras observar con más detalle sus insignias y estrellas, y las inscripciones en sus sombreros, nos dimos cuenta de que representaban a la Oficina de Parques Nacionales de California. Nos condujeron al Museo Fort Ross, donde nos esperaba Liz Burke, la bella y sonriente mujer que maneja los seis parques nacionales ubicados cerca del Río Ruso. Liz nos acompañó hasta donde se encontraba Robin Joy, la encargada de Fort Ross, quien sostenía una bandeja con pan y sal. Comprobé lo fuerte que eran sus brazos cuando me tomó por los hombros y nos besó a ambos tres veces como se acostumbra en Rusia. El césped está bien cortado, el parque se encuentra muy bien cuidado, los caminos y carreteras son hermosos, los equipos están impecables y se respira un agradable aroma de campo. Todo ello es obra de Robin quien, sin duda, dedica mucho esfuerzo a este lugar y, a la vez, se nutre de la energía natural que existe aquí. Claro que ella tenía la esperanza de recibir al presidente de Rusia, pero, de todos modos, se alegró de vernos: Se suponía que nosotros definiríamos cómo Rusia podría colaborar con el mantenimiento y desarrollo de este extraordinario monumento a la historia ruso-estadounidense cuya continuidad, al igual que la de los demás parques de la costa oeste, se vio amenazada durante la crisis financiera debido al enorme déficit del Estado de California. El parque tiene un presupuesto de 800.000 dólares, pero el Estado está dispuesto a asignarle sólo 300.000. De cualquier modo, después de haber conversado durante una hora con los habitantes de Fort Ross, caí en la cuenta de que, a pesar de su visión comercial típicamente estadounidense, están dotados de un notable idealismo, una gran alegría de vivir y un animado romanticismo. Creen tener algunas similitudes con aquellos misioneros rusos que vieron este maravilloso lugar por primera vez en 1811 y que luego compraron a la tribu aborigen kashaya en 1812. Aquí, todo lo hacen con gusto, no solo para ellos mismos, sino también para quienes llegan hasta aquí a contemplar la América rusa. Además, cuentan historias maravillosas: la del comerciante A.A. Baranov, a quien une empresa ruso-americana le encomendó la supervisión de los asentamientos rusos en los Estados Unidos; la del Teniente Kuskov, que descubrió estas tierras para los rusos; la de los aleutas, que llegaron junto con los rusos; la de cómo los rusos fueron quienes introdujeron la vid en California y muchas otras historias más, como si vivieran aquí desde hace al menos 200 años.
Fotos de Rustem Adagamov/drugoi
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Yo sigo escribiendo “ellos”, pero en realidad la única persona que trabaja en Fort Ross es Robin y ni siquiera lo hace de forma exclusiva. Liz Burke y los dos guardabosques ofician de guardias y bomberos que mantienen el orden de los seis parques nacionales en las inmediaciones del Río Ruso. Robin cuenta con dos vecinas de mediana edad que trabajan como voluntarias permanentes. Una de ellas es Marion MacDonald, quien dirige la institución llamada Society of Living Traditions y todas las organizaciones de voluntarios que operan en Fort Ross. Ella y Robin organizan excursiones y en verano también preparan juegos educativos para los alumnos de escuelas estadounidenses que visitan Fort Ross durante varios días. Para ello, se visten con los trajes típicos que usaban los colonos rusos, se hacen llamar por nombres rusos y actúan los papeles de personajes de nuestra historia compartida.
Robin trabaja en Fort Ross desde hace casi 20 años. No se cómo habrá vivido el período de la Guerra Fría, en la que Estados Unidos y Rusia (en ese entonces, la Unión Soviética) se referían al otro como “el imperio del mal”. Tampoco sé qué postura política tienen Liz Burke y Marion MacDonald. Por alguna razón, a todos nos atrajo una foto en particular de mediados del siglo XIX en la que se muestra a las mujeres de la tribu kashaya con los pañuelos en la cabeza típicos de las ciudades rusas Tambov y Tula. Estas mujeres estaban sentadas con sus hombres alrededor de una fogata, donde también estaban rusos, aleutas, suecos, españoles y polinesios. Todos ellos encontraron refugio en Fort Ross, que fue construido por los rusos para proveer de alimentos a Alaska. La misión del fuerte concluyó en 1867, cuando Alaska fue vendida a los Estados Unidos. Es un fuerte que nunca conoció la guerra. La foto nos dejó perplejos: este lugar, esta creación conjunta de la naturaleza y del ser humano, tan llena de tranquilidad, amor y paz, parecía ser el mismísimo paraíso perdido.
Tal vez por eso deberíamos involucrarnos en tareas simples con los residentes locales. No necesitamos otro símbolo del amor. Lo que necesitamos es un amor genuino entre pueblos y naciones. Robin, Marion y Liz nunca dijeron nada acerca de su misión por fortalecer las relaciones ruso-estadounidenses. Su intención fue simplemente compartir su amor por Fort Ross, por la gente que habitó ese lugar hace 200 años, por quienes lo habitan hoy y por quienes lo habitarán en el futuro.
Mikhail Shvydkoi es Doctor en Historia del Arte y ex Ministro de Cultura de Rusia.
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