El affaire de los diez agentes secretos que espiaban para Rusia en suelo estadounidense, canjeados el pasado nueve de julio por otros cuatro reclusos rusos que trabajaban para EE UU y Reino Unido, generó una ola inmediata de nostalgia por la Guerra Fría. El primer trueque había ocurrido en 1962: un agente del KGB por un piloto de un U-2.
Sin embargo, esta vez el Tercer Hombre no andaba por el aeropuerto de Viena. Los presidentes Dmitri Medvédev y Barack Obama dejaron claro que el asunto no pondría en peligro, ni de lejos, los acuerdos para la reducción de armas nucleares, ni la estrategia antiterrorista. La actual sintonía entre ambos mandatarios ha funcionado; pero sobre todo existe una clave generacional: ninguno de los dos siente nostalgia de los embrollos en que pueden meterte la FSB (ex KGB) o la CIA.
O quizá no haya mucha materia prima que espiar, más allá de Internet, o los papers de los centros de análisis. El romántico oficio del espía está finiquitado, salvo en el cine. Concluida la Vigilancia Mutua, sólo queda espacio para el cotilleo sobre el futuro de los diez. En especial la bella Anna Chapman (quien busca una forma más rentable de exponer sus secretos corporales), o la periodista peruana Vicky Peláez. ¿Y los otros? ¿Se adaptarán al ritmo de Moscú? ¿O se refugiarán en el lujo y el lifestyle norteamericano de la capital rusa?
Aún no han rodado cabezas en Moscú por sufragar el coste de una red tan chapucera de espías durmientes. El caso muestra que la inteligencia rusa pudiera estar más bien dormida. La prensa se ha cebado con la ineptitud de unos agentes que, por ejemplo, compartían información en Facebook, o enterraban dinero con una botella encima como señal (¡Aunque quizá, bien pensado, hoy lo sospechoso es no estar en Facebook!).
Son buenas noticias para Obama, que y al fin y al cabo gana con el canje. A diferencia de los cuatro - implicados en investigación o venta de armamentos e inteligencia -, los otros diez no traen en sus maletas de vuelta a Moscú nada sustantivo. Son malas noticias para el Kremlin, cuyo Servicio de espionaje exterior, y la Administración entera, deberían plantearse mejores maneras de gastar el dinero. Este caso es una muestra más de que al plan de modernización de Medvédev le queda bastante: la promoción de la nuevas tecnologías e Internet no bastan. En inteligencia y otros servicios del Estado, en infraestructuras, gas, o educación, se continúa despilfarrando como en tiempos de la Unión Soviética, con poca planificación y baja productividad. Una semana después del affaire , el Senado aprobaba la ley que amplía los poderes del FSB sobre los ciudadanos sospechosos. El debate sobre el alcance y la eficacia de esta medida debería servir al menos para despertar una inteligencia dormida.
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