La lección afgana

Los soldados soviéticos en Afganistán. Foto de Ria Novosti.

Los soldados soviéticos en Afganistán. Foto de Ria Novosti.

En pleno debate sobre si las tropas internacionales deben abandonar Afganistán, existe poca confianza en la destreza de los soldados locales.

En febrero de 1989, Kabul estaba invadida por periodistas de todo el mundo. El único hotel decente de la capital afgana estaba lleno de reporteros de los principales canales de televisión, agencias de noticias, periódicos y revistas. Las últimas unidades del contingente soviético acababan de dejar Afganistán y mis colegas periodistas creían que ya nada podría evitar que los muyahidin recogieran su fruto del deseo. Todo lo que tenían que hacer era alargar la mano y agarrarlo.

Los medios de comunicación esperaban empezar a enviar teletipos a sus cuarteles centrales con reportajes sensacionales. Una lógica similar prevalecía entre muchas autoridades soviéticas, incluidos los ministerios de Defensa y Exteriores y el servicio de inteligencia. Algunos transportes aéreos estuvieron en alerta para despegar de Moscú y Tashkent (Uzbekistán) con el fin de evacuar a los ciudadanos soviéticos que permanecían en Afganistán. Mucha gente estaba segura de que, una vez que las tropas soviéticas se retiraran, el régimen de Najibullah se mantendría dos o tres semanas como máximo.

El primer ataque de la guerrilla golpeó la ciudad de Jalalabad, al este de Afganistán. Situada cerca de la frontera con Pakistán, era considerada la puerta de entrada a la capital afgana. Los muyahidin necesitaron sólounos días para rodear Jalalabad, bloquear todos los accesos a la capital y aplastar las tropas gubernamentales y los bloques residenciales con miles de proyectiles, morteros y misiles.

Me las apañé para entrar en la ciudad asediada de Jalalabad en un helicóptero afgano y pase más de 2 días allí. O, para ser más preciso, 49 horas. ¿Por qué concreto tanto? Porque cada una de las 49 horas que pasé en Jalalabad estuvo plagada de peligros. Aún puedo escuchar el frío sonido de los misiles aproximándose y ver la espeluznante devastación infligida por los muyahidin en una de las más bellas ciudades de Afganistán.

Aun así, yo estaba mucho más impresionado por la determinación de las fuerzas gubernamentales de defender su ciudad a cualquier precio. El presidente Najibullah y sus generales sentaron la base de un sistema de defensa bien elaborado, reforzaron las tropas sitiadas enviándoles reservas y proveyéndoles de un suministro de comida y munición constante por helicóptero.

Vi cómo todos los ataques de los muyahidin eran rechazados por el ejército, la policía y las fuerzas especiales del Ministerio de Seguridad Nacional afgano. Me dejó impresionado el coraje de los soldados rasos y el de los generales, que compartieron las dificultades de la guerra con sus subordinados en la primera línea de algunos de los lugares más peligrosos.

Durante los años de la presencia soviética se había llegado a considerar al ejército afgano deplorablemente ineficiente. A los afganos se les permitía permanecer en la retaguardia, en el mejor de los casos. La opinión general era que les faltaba moral, estaban escasamente entrenados y tendían a desertar o a traicionar a sus aliados. Entonces, ¿por qué lucharon en Jalalabad?

En primer lugar, no tenían a nadie detrás de quien esconderse y tuvieron que luchar solos; en segundo lugar, decenas de miles de oficiales afganos habían sido entrenados en las academias militares y en cursos para los oficiales de mayor rango los años que duró la colaboración soviético-afgana.

Aquellos oficiales formaron la espina dorsal del ejército afgano. Casi todos los operativos del servicio secreto afgano, todos los oficiales de rangos medios y altos del Ministerio de Defensa y muchos oficiales de policía asistieron a instituciones especializadas que ofrecían educación de alta calidad. Y, más importante, además de adquirir conocimientos, vieron una nueva forma de vida considerablemente diferente a la que los fanáticos islamistas trataban de imponer.

Más tarde, las memorias de oficiales de inteligencia y políticos revelaron que se habían movilizado enormes recursos en la primavera de 1989 para tomar Jalalabad y derrocar a Najibullah. El ejército, que atacaba la ciudad desde hacía meses, estaba casi abiertamente dirigido por los oficiales de la inteligencia pakistaní, y los camiones cargados con munición llegaban desde la ciudad fronteriza de Peshawar 24 horas al día. El ejército afgano finalmente hizo retroceder a los muyahidin desde Jalalabad y fueron igualmente combatidos con éxito a lo largo de todo el territorio durante más de tres años hasta que la URSS cayó y los suministros de munición se agotaron.

Esta historia contiene una moraleja para aquellos que están tratando de cambiar radicalmente la situación en Afganistán. Se trata de un país enigmático y de nada sirve una aproximación convencional. Los periodistas que se encerraron en Kabul para comunicar algo sensacional y sus diarios comprobaron desilusionados que fue una pérdida de dinero. No hubo una gran historia.

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