¿Podría interpretarse esta confesión como una tímida e intolerable incursión tras las huellas del gigante? No me refiero como escritor, sino como implacable crítico de otros escritores. No es que yo quiera emular su experiencia, pues sería como comparar el don divino con unos huevos revueltos, como creo que todavía dicen los rusos. Sin embargo, su hiriente desdén para con sus muy elogiados rivales me anima a confesar mi incapacidad para adorar gran parte de su brillante a la par que preciosista obra.
Vladimir Vladímirovich mostraba poca compasión por los autores cuyo talento juzgaba inferior al suyo. Denigró, por ejemplo, a Aleksandr Isaievich Solzhenitsin. Cuando nos referíamos a este último es imposible transmitir el modo en que frunció la boca al mencionar lo que él consideraba una escritura históricamente importante pero inferior a la suya. En realidad fueron contadas las ocasiones en que de sus aristocráticos labios salieron alabanzas para los demás. Más virulento se mostró aún con Andrei Siniavsky y otros espléndidos contemporáneos. En cuanto a Pasternak y Ajmátova, los descartó casi con total desprecio. Tampoco algunos de los grandes escritores del siglo XIX (Turguéniev, Dostoievsky, Nekrásov y por momentos hasta Tolstoi) escapaban a sus críticas. “Nabokov casi nunca habla bien de nadie”, fue el contundente resumen de un joven y brillante académico a quien consulté antes de acudir a mi encuentro en 1976 con Nabokov (Ël también masacró al joven académico después de haberlo elegido como biógrafo).
En una conversación que mantuve con Nabokov fui testigo de buena parte de sus desaires cuando se cumplían dos años de la expulsión de Solzhenitsin de la Unión Soviética. A sus 77 años mantenía intacta la agudeza y perspicacia, tanto de su mirada como de su opinión. El lugar elegido fue una casita en los jardines del lujoso Hotel Palace con vistas al lago Lemán, donde a Nabokov, que ya había dejado la docencia en la Universidad de Cornell, le gustaba pasar meses enteros. Si aquella segunda residencia que eligió no era rusa en absoluto, y no había más que fijarse en el modo en que lo agasajaban en el hotel para percatarse de ello, él mismo parecía aún menos ruso. Cuando me registré me entregaron una nota que había dejado para mí en la que sugería que nos encontráramos en uno de los bares del hotel a las tres en punto para hablar unas dos horas. Calculó su entrada en la elegante sala justo en el momento elegido para comenzar la cita y se fue, casi con la palabra en la boca, cuando la manecilla de mi reloj señalaba las cinco de la tarde. Mi anfitrión me dedicó una atenta despedida y desapareció.
No hubo el menor asomo de espontaneidad en los 120 minutos que pasamos juntos. Si tuviera que resumir las palabras y la actitud del escritor, profesor, crítico, celebridad y famoso coleccionista de mariposas, sería “meticulosidad”. Distante, con una cortesía impecable por no decir formal, parecía dar la misma importancia a la precisión sobre su persona que a la estructura y al estilo de su escritura. Con esa misma meticulosidad explicaba a los editores, incluido yo, que las entrevistas solían tergiversar alguna que otra de sus afirmaciones, frases o palabras, lo que provocaba malentendidos exasperantes e inexcusables. ¿Qué le impulsaba a protestar tanto sobre tales nimiedades? Sin duda el mismo instinto que nutría la exquisita atención que otorgaba a sus palabras, fueran habladas o escritas.
Todas sus entrevistas comenzaban con el envío de una serie de preguntas por escrito. Si daba el visto bueno, primero respondía por escrito al cuestionario y luego consentía en ver personalmente al entrevistador. Las respuestas, publicadas exactamente tal y como él las había escrito -no en vano se reservaba los derechos de autor- constituían el grueso de los artículos, relegando las mutuas concesiones de la charla posterior a meros rellenos de color y explicaciones. ¿Por qué se molestaba en ver a los periodistas personalmente? ¿Por qué concedía entrevistas? Porque, respondía él, siempre tenía cosas en la cabeza que debían ponerse en conocimiento de los lectores, como en efecto hacía independientemente de las preguntas que se le formularan. En cuanto a aceptar sólo preguntas por escrito y responderlas de la misma manera, presentó uno de los mejores argumentos que he oído nunca a la hora de defender ese preciso método en contra de la asociación libre e improvisada. Si el sueño que le contaba a su esposa por la mañana no era más que un primer borrador, señalaba –y no estoy citando textualmente de la entrevista que le hice, no vaya a ser que sus herederos conserven los derechos de autor de lo que dijo en tal ocasión y sean tan exigentes como él – ¿por qué tendría que someterse él mismo a la vaguedad y posible mala interpretación de un intercambio improvisado?
Nada de improvisaciones. Nada que revelara otra cosa que no fueran sentimientos profesionales. Cabría pensar que los funcionarios soviéticos que entrevisté en aquel tiempo tenían más razones para adoptar una actitud reservada, sin embargo a su lado eran verdaderos volcanes de emoción. Con todo, es probable que su aversión por la URSS, que asomaba ante la mera mención del país, se debiera no tanto a lo que él veía como una incapacidad de los soviéticos de reprimir sus mentiras o banalidades como a su historia familiar. Su padre, abogado y periodista liberal, fue secretario del gobierno provisional que dirigió Rusia, si puede llamarse así, entre las revoluciones de febrero y octubre de 1917. Dos años después, la acaudalada y distinguida familia Nabokov tuvo que huir de la mansión de San Petersburgo y de la imponente finca que poseían en las afueras.
¿Qué pienso ahora de Nabokov, treinta y cuatro años después de aquel encuentro, casi con la misma edad que tenía él entonces? Por alguna razón tengo más recuerdos de las obras que en verdad disfruté y admiré, sobre todo “Pnin”, “La defensa Luzhin” y “Lolita”, que alternaban la comedia con la angustia de la pérdida: novelas que provocan emoción además de estimular el aprecio por el brillante talento del autor. Ampliando la retrospectiva, ahora también admiro la jovialidad de la persona que creó esa escritura, sus dobles sentidos, sus hábiles referencias crípticas, trampas literarias y guiños a los eruditos, demasiado ingeniosos para mi gusto de aquel entonces.
El fotógrafo con quien hice el artículo, creyéndome inglés porque escribía en el Sunday Telegraph Magazine, insistía en que nuestro sujeto vestía especialmente un traje de tweed para la entrevista. No estoy tan seguro de que así fuera pero ya en el tren de regreso a Ginebra caí en la cuenta de algunas bromas que me había gastado durante nuestro intercambio y entonces supe que jamás las pescaría todas. ¿Me estaba tomando el pelo cuando dijo que en unos años volvería a jugar al tenis y viajaría a Londres para que le confeccionaran trajes de buena calidad? Una de mis preguntas giraba en torno a una declaración suya en la que afirmaba que las biografías podían asemejarse a sus personajes lo mismo que a muñecos macabros. ¿Se trataba de una advertencia a mi editor y a mí? “El biógrafo puede convertirse en un muñeco macabro si no acepta cumplir, con sumisión y gratitud, todos los deseos y observaciones de su personaje, todavía sano y lozano … o los de sus instruidos abogados, o sus astutos herederos”.
El maestro siempre quiso ser esquivo, excepto con él mismo. ¡Bien por él!
George Feifer escribió Message from Moscow en 1968. Su último libro se titula Breaking Open Japan.
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