El genio Tolstoi, que apreciaba sinceramente a Chéjov (“¡qué persona más adorable, como una señorita!”), un día le confesó al abrazarle para despedirse: “Con todo y con eso, no me gustan tus obras de teatro. Shakespeare escribe mal y tú, peor todavía.” Lev Nikoláievich Tolstoi le reprochaba a Shakespeare su inclinación por las exageraciones, situaciones excepcionales y sentencias filosóficas que destruyen la verosimilitud de caracteres y situaciones. Pero las personalidades literarias más eminentes de aquella época entre el siglo XIX y el XX, a la que suelen referirse elegantemente como fin de siècle, acusaban a Chéjov exactamente de lo contrario: en sus obras no hay acontecimientos excepcionales ni personajes imponentes, nada en ellas sale del ámbito cotidiano, no hay tensión estilística ni filosofía de gran escala…
Hay que recordar que el joven Chéjov llegó a ver vivo a Dostoievski, que soñaba casi con una fusión entre el Estado y la Iglesia. Él encomendó a los rusos una gran misión histórica de sensibilidad universal: comprender y amar las verdades de todos los pueblos aún más profundamente que ellos mismos lo hacen. Por otro lado, Chéjov finalizaba su camino literario cuando todavía resonaba la gloria de Tolstoi, que exigía reorganizar la vida social de acuerdo con las leyes del cristianismo primitivo, renunciando a la propiedad y a la opresión del estado, incluidos el ejército y la policía.
En el teatro de aquella época prevalecía el drama simbolista de Ibsen y Maeterlinck, que pretendía hablar de los problemas universales con sus grandes y majestuosas metáforas. La literatura cuasi-realista intentaba no quedarse atrás. Los vagabundos de Máximo Gorki apuntan al superhombre de Nietzsche y sus obreros conscientes llaman directamente a la revolución. Leonid Andréiev pretendía crear, casi abiertamente, un híbrido de realismo y simbolismo, anticipando la dramaturgia futura del existencialismo (Sartre, Camus, Anouilh) y la prosa de Saramago, y creando nuevas interpretaciones de personajes clásicos (“Judas Iscariote”).
Todo se agita y brilla prometiendo cambios inauditos, motines nunca vistos. Y de repente, aparece Chéjov, que no promete absolutamente nada y habla de una vida cotidiana bastante triste (¡aunque no horrible!) de gente no demasiado feliz (¡pero no tremendamente desdichada!). Sobre el medio que les rodea sus personajes destacan lo suficiente como para sentirse solitarios pero no tanto como para convertirse en héroes y caudillos.
Así es como se siente hoy la mayoría de los intelectuales honrados. Hoy es algo normal. Pero en aquel entonces... “Demasiado normal” era un reproche utilizado con mucha frecuencia entre los “decadentes” esteticistas que pretendían construir su vida según las reglas del arte. Por su parte, los intelectuales politizados creían que Chéjov tenía pocas convicciones ideológicas y no alentaba la creación de un orden social justo. Sus personajes carecen de voluntad y no se interesan por la política. Tolstoi anotó en su diario que el propio autor no había ido más lejos que sus personajes: en el fondo, Chéjov no sabe más que ellos. El mundo tuvo que vivir la Primera Guerra Mundial y decepcionarse ante muchas quimeras presuntuosas, hartarse de los cambios inauditos y los motines nunca vistos para valorar el principal descubrimiento de Chéjov: que una vida normal y cotidiana, no demasiado alegre, es lo máximo a lo que podemos aspirar; en el mundo no hay cosas pequeñas, todo se llena de importancia y significado cuando lo miramos con atención y hablamos de ello con el lenguaje preciso y ascético de Chéjov. Y cuando en los años 60 los lectores soviéticos cultos enloquecían por las sutilezas de Hemingway, viendo que el diálogo más insignificante se llenaba de profundidad misteriosa en un contexto de prosa o de drama, para mí aquello no era más que un reflejo de Chéjov.
El propio Hemingway también consideraba al “médico sabio” uno de sus maestros (de Chéjov aprendieron también Theodore Dreiser, Sherwood Anderson, Scott Fitzgerald y Thomas Wolfe, entre otros). Pero Hemingway utilizó este estilo minimalista para celebrar la valentía y la firmeza necesarias sólo en situaciones extremas. Chéjov poetiza lo cotidiano, pintando con compasión melancólica la vida diaria de personas simpáticas pero no demasiado decididas y estas personas le tienen cariño y se lo agradecen al escritor. Chéjov nos quiere, pero no nos exige nada porque comprende que el ser humano es débil y solitario y ya es suficiente con que Dios le permita soportar su propia existencia. Por lo visto, ésta es la percepción del mundo que más le conviene al intelectual contemporáneo.
Porque hacer estética de su propia debilidad es el último consuelo de los que no tienen esperanza de triunfar. Y nosotros, ya desde hace mucho, no soñamos con convertir la vida en un paraíso social ni en una aventura apasionante…
La frontera entre los siglos XIX y XX fue una época de exigencias tremendamente exageradas, desde cuyas alturas las alegrías y los valores cotidianos parecían descoloridos e insípidos.
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Pero el siglo XX trajo tantas desilusiones respecto a las utopías que pretendían salvar la humanidad, la gente está tan harta de cambios y motines que empezamos a ver en los personajes “faltos de voluntad y de ideología” de Chéjov estas mismas “figuras positivas” cuya ausencia le reprocharon tanto sus coetáneos, caprichosos y exigentes. Los modestos intelectuales de Chéjov: médicos, maestros, bibliotecarios, ingenieros, que no están obsesionados con ninguna idea majestuosa pero trabajan honradamente día tras día, son los verdaderos héroes de nuestro tiempo. El mundo civilizado, que en el siglo XX pagó las quimeras del fin de siècle con los bombardeos y los campos de concentración, ya no los mira con desprecio. El mundo de Chéjov ahora somos nosotros, nuestros amigos y nuestros... ¿Ideales? No, la cosa ya no está para pretensiones épicas. Ya no exigimos que la vida sea perfecta, nos alcanza con que siga siendo soportable. Y resulta que el mejor compañero del hombre civilizado en este camino ya no son los grandes utopistas del estilo de Dostoievski o Tolstoi sino Chéjov, quien no pretende ningún tipo de grandiosidad.
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