Transiberiano: el arte de viajar

Casi diez mil kilómetros de recorrido por la historia: desde los zares hasta los vestigios de la Revolución de Octubre. Fuente: DPA / Vostock - Photo

Casi diez mil kilómetros de recorrido por la historia: desde los zares hasta los vestigios de la Revolución de Octubre. Fuente: DPA / Vostock - Photo

El cuaderno abierto, la mirada en búsqueda de contradicciones y símbolos. Trenes que se convierten en escenarios de historias en compañía y de soledades. Un observatorio privilegiado de la sociedad rusa.

Este no es mi primer viaje a Rusia, ni mi primer viaje en tren, pero el Transiberiano es otra cosa. El Transiberiano no es solo un ferrocarril: es una especie de alma, de esqueleto, de esencia de la Rusia profunda, zarista y estalinista, del mismo modo que el Volga es el alma de la Rusia europea y ortodoxa. Todo este trozo de mundo no existiría sin estos 9.298 kilómetros de raíles. 

Por supuesto, se viaja en el Transiberiano para hacer turismo, pero en realidad el destino es el viaje en sí. ¿Queréis ver Vladivostok o Jabárovsk, la ciudad más bella del oriente ruso? ¿O la espléndida Novosibirsk, un placer para los ojos de cualquier arquitecto apasionado por el constructivismo? Id en avión, si no sois verdaderos viajeros. El Transiberiano es un destino en sí mismo igual que el Orient Express, que no sirve realmente para llegar a Estambul. Un viaje por el placer de viajar. 

El nuestro, nuestro viaje, se desarrolló casi al mismo tiempo que el de un grupo de periodistas integrado, o "embedded", como se diría hoy en día, en el personal ferroviario. Consistía en atravesar solos dos continentes, utilizando medios de transporte públicos. Una vez, por pereza y cansancio, lo confieso, cedimos al embrujo del taxi. En ciertos aspectos, nuestro viaje en segunda clase, no en primera, ni en el lujo del mítico Rossiya (el expreso nº 1 y 2 que une Moscú y Vladivostok), se parecía un poco al viaje en segunda clase de Nanni Loy. Pero el caso es que las situaciones que vivíamos eran verdad, eran reales, no provocadas. 


Pero, como simple apunte, el Rossiya, esto es, el tren con los colores nacionales que atraviesa todo el país, sale de Moscú a las 23:45, hora local, normalmente todos los días impares (excepto cuando a fin de mes dos impares, 31 y 1, pueden ir seguidos) y llega a Vladivostok tras 147 horas, atravesando dos continentes. Pero es como navegar en un crucero sin escalas: mejor elegir los trenes regionales, más lentos y menos costosos. 

Un lugar perfecto para sociabilizarse 

Lo primero que nota un italiano en el coche cama de segunda clase de un tren ruso es que no hay separación entre sexos: nos pasó que dormimos nosotros tres, hombres, con una bella jovencita rusa... aquí en Italia sería una locura, pero en Rusia, donde el billete de tren es rigurosamente nominativo y lleva también el número de pasaporte, es normal. En el tren hay también una especie de centro de vida social, cotidiana y nocturna: el vagón restaurante. No todos los rusos que viajan se lo pueden permitir, pero se socializa fácilmente. Y se termina con los consabidos ofrecimientos de cerveza y vodka, acompañados de pescado seco. Si estáis cerca del Baikal, el pescado será el omul, típico de este lago. Fútbol, literatura, ajedrez, difícilmente política, son los temas de discusión. Casi siempre se encuentra a alguien que hable inglés o francés y que se preste con gusto a hacer de intérprete. 

No toméis la curiosidad de los rusos por mala educación, o por algo peor. A veces son esquivos, otras increíblemente directos. Una empleada ferroviaria de diecinueve años, estudiante universitaria, mirándome de arriba a abajo, me preguntó directamente por qué no me había casado. En Italia sería impensable: era el día de la fiesta de los ferroviarios (cada categoría social tiene un día de fiesta en Rusia, legado de los tiempos soviéticos) y habíamos cenado, charlado y, naturalmente, bebido. Pero ella siguió siendo la empleada ferroviaria de diecinueve años y yo el periodista de cincuenta, nada más y nada menos. Y estas cosas desestabilizan al hombre italiano. 

Un recorrido por la historia y la literatura 

 

Fuente: ITAR-TASS

Por supuesto, a lo largo del recorrido no han faltado referencias culturales. La más fuerte para mí, dado que soy occidental, ha sido sin duda Perm, todavía en Europa. En Perm, ciudad que por lo general ignoran todos los viajes turísticos, está la casa Gribushin, que habría sido el modelo para la casa adornada con figuras del doctor Zhivago; no es casualidad que a pocos pasos se halle el "Café Pasternak". Ambos están en la Ulitsa Lenin (algunos nombres son inmutables) y no lejos del modernísimo edificio del Banco Rossii. 

Pasternak vivió en la zona de Vsevolodo-Vilva, donde trabajó como empleado en una industria química; su casa, tras años de abandono, se ha convertido en un museo. A menudo Pasternak iba a Perm y se quedaba allí algunos días. De este modo, comenzó a conocer bien la ciudad y sus alrededores; de hecho, parece que Vsevolodo-Vilva sirvió de inspiración para el pueblo de Varikino en esta obra del Nobel de literatura. 

La casa del rey del té Gribushin: para entender lo que el té significa para los rusos basta con viajar en tren. El té se bebe siempre, a cualquier hora. Si no ¿por qué habrían inventado el samovar? Construida en 1907, en un estilo ecléctico, Pasternak tomó el edificio como modelo para ambientar parte de su historia, que se desarrolla ininterrumpidamente de 1905 a 1930, desde los primeros alzamientos a la consolidación de la Revolución. 

David Lean rodó una película que probablemente ha influido en nuestra visión de Rusia, y de Siberia en particular. La poesía, la belleza del grito de Zhivago que llama a Lara Antipova ... "¡Lara, Lara!" Y la bellísima Julie Christie, que parece mucho más siberiana que muchos rusos, nos han transmitido una idea de nieves eternas que ha quedado profundamente sepultada en nuestra conciencia. 

Las verdaderas emociones las encontráis en tercera clase. Sí... aquí todavía existe. La tercera clase es una especie de vagón dormitorio con 54 personas amontonadas en un espacio que huele a humanidad. Mujeres, viejos, niños. Todos coexisten, cada uno engaña el tiempo a su manera... evitad jugar al ajedrez con el caucásico que os parece un pobre analfabeto. Si no sois un gran maestro perderéis, inevitablemente. Aceptad los ofrecimientos de comida, de samogon (licor casero), de kvas (bebida a base de pan fermentado y fruta) en verano, de vodka en invierno. También los sabores son como las emociones: fuertes. Aún recuerdo la reacción de mi amigo Nicola cuando yo daba pequeños sorbos de kvas en el tórrido verano siberiano (a menudo más de 35º, con un 90-100% de humedad relativa): "... ¡bébetelo tú!", exclamó. 

El momento más emocionante de mi viaje fue, sin duda, cuando vi a dos jóvenes en Novosibirsk, junto al monumento a los caídos en Afganistán, partir pan y verter vodka sobre una lápida de granito con un nombre, evidentemente de un compañero de armas caído en Chechenia. No fui capaz de retratarlos de cerca. Rusia y el Transiberiano son esto: emociones fuertes. Emociones para los viajeros que no están acostumbrados ni a los resorts ni a los complejos turísticos, que aman, incluso entre mil dificultades, viajar, viajar solos.

Antropóloga

Del vetusto convoy de color verde oscuro salen columnas de vapor que envuelven los vagones. Los pasajeros se arremolinan con su equipaje en torno a las escalinatas. Subo al vagón y busco mi litera. Tengo un largo viaje por delante, así que me acomodo y con el vaivén del tren no tardo en quedarme dormida. Cuando me despierto ya es de día. Voy a pedir una taza prestada a la revisora y la lleno de agua hervida que hay a disposición de los pasajeros en un gigantesco samovar. 
A pesar de ser un vagón donde hay mucha gente, apenas se oye el rumor de las conversaciones. La señora de la limpieza, una mujer concienzuda, pasa con su fregona y nos pide que apartemos los bultos y levantemos los pies. Cada rato, pasillo arriba y abajo, desfilan los pasajeros. Unas veces van al lavabo, otras a buscar agua para preparase un té, otras salen a fumar a la plataforma. Visten ropa cómoda, como si estuvieran en casa: se respira una atmósfera muy familiar. 
El convoy sigue su curso a una velocidad moderada que disminuye cuando se acerca a algún pueblo o ciudad. Hace muchas paradas, algunas muy largas. Se detiene a cualquier hora (ya sea noche o día); la gente sube y baja de los trenes a horas intempestivas. Su distancias y tiempos son otros.
Carmen Arnau Muro es antropóloga e historiadora.

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