Entrevista exclusiva al expresidente de la URSS. Fuente: DPA/Vostock-Photo
1989, el año de la caída del muro de Berlín. Aunque la caída se produjo solo en noviembre. En verano de ese mismo año, tras una sesión de negociaciones con el canciller Kohl celebrada en Bonn, le preguntaron en la rueda de prensa: “¿Y qué pasa con el muro?”; a lo que usted contestó: “Nada dura para siempre. [...] El muro desaparecerá cuando ya no existan las condiciones que causaron su aparición. No veo aquí un gran problema”.
En verano de 1989, ni Helmut Kohl ni yo esperábamos que todo fuera a pasar tan rápido, no creíamos que el muro caería en noviembre. Por cierto, esto es algo que ambos reconocimos después. No pretendo ser ningún profeta.
Mi consejo para los líderes occidentales es que analicen todo esto con detenimiento en lugar de culpar siempre a Rusia de todo. Que recuerden la Europa que pudimos crear en los 90 y en qué se ha convertido, desgraciadamente, en los últimos años.
Estas cosas pasan: la historia a menudo acelera su marcha y castiga a los que llegan tarde. Pero castiga con mayor dureza incluso a quienes intentan interponerse en su camino. Habría sido un gran error aferrarse al telón de acero. Por eso, por nuestra parte, no hubo ninguna presión sobre el gobierno de la RDA.
Cuando los acontecimientos empezaron a desarrollarse a un ritmo inesperadamente acelerado para todos, la administración soviética decidió por unanimidad (y esto es algo que me gustaría remarcar) no intervenir en los procesos internos de la RDA y no mover bajo ningún concepto a nuestras tropas de su emplazamiento. Hoy sigo convencido de que esa fue la decisión correcta.
¿Qué fue lo que permitió finalmente evitar la desintegración de Alemania; a su juicio, quién desempeñó el papel decisivo en el proceso de reunificación pacífica del país?
El papel decisivo en la reunificación de Alemania lo desempeñaron los propios alemanes. No me refiero solo a las multitudinarias manifestaciones en apoyo a la unidad, sino también al hecho de que, durante las décadas posteriores a la guerra, tanto los alemanes del este como los del oeste demostraron que habían aprendido una lección del pasado, que se podía confiar en ellos.
En cuanto al carácter pacífico de la reunificación y al hecho de que este proceso no diera pie a una peligrosa crisis internacional, creo que la Unión Soviética tuvo un papel crucial. En la administración soviética éramos conscientes de que los rusos y todos los pueblos de la Unión Soviética, comprendían el deseo de los alemanes de vivir en un solo Estado democrático.
Me gustaría señalar que, aparte de la URSS, también dieron muestras de prudencia y responsabilidad los otros implicados en el proceso definitivo de normalización de la cuestión alemana. Me refiero a los aliados: EE UU, Gran Bretaña y Francia. Ya no es ningún secreto que François Miterrand y Margaret Thatcher tenían serias dudas sobre el ritmo del proceso de reunificación. Al fin y al cabo, la guerra había dejado una huella profunda. No obstante, cuando se alcanzó la normalidad en todos los aspectos de este proceso, ellos firmaron los documentos que pusieron el punto final a la guerra fría.
A usted le tocó decidir una cuestión de alcance global. La regulación internacional de la cuestión alemana, con la implicación de las grandes potencias y de otros Estados, constituyó una muestra de la alta responsabilidad y de la ‘calidad’ de aquella generación de políticos. Ustedes demostraron que aquello era posible si se regían por una “nueva mentalidad” (según sus propias palabras). ¿Hasta qué punto están capacitados los líderes contemporáneos de las grandes potencias para encontrar una solución pacífica a los problemas de la actualidad y de qué manera ha cambiado en 25 años el enfoque de la geopolítica?
La reunificación de Alemania no fue un fenómeno aislado, sino parte del proceso de extinción de la guerra fría. La perestroika y la democratización de nuestro país trazaron el camino a seguir. Sin estos dos acontecimientos, Europa podría haber pasado décadas dividida, en estado de congelación. Y estoy convencido de que habría sido mucho más complicado salir de tal estado.
¿Qué quiere decir ‘nueva mentalidad’? Reconocer que existen amenazas globales; en aquel momento se trataba principalmente de la amenaza de un conflicto nuclear, el cual solo podía evitarse mediante el esfuerzo conjunto. Es decir, hay que volver a sentar las bases de la relación, dialogar, buscar los caminos a seguir para acabar con la carrera armamentística. Reconocer la libertad de elección de todos los pueblos y, al mismo tiempo, tener en cuenta los intereses del otro, fomentar la cooperación, establecer vínculos, para que los conflictos y las guerras en Europa se conviertan en algo imposible.
En estos principios se basó la Carta de París (1990) para una Nueva Europa, un importante tratado político firmado por todos los países europeos, EE UU y Canadá.
Después hubo que desarrollar el articulado, concretarlo, fundar las estructuras necesarias, los mecanismos de prevención y de colaboración. Por ejemplo, en aquella época se propuso la creación de un Consejo de Seguridad para Europa.
No pretendo contraponer aquella generación de líderes con las generaciones posteriores. Pero los hechos son los hechos: al final no se creó y el desarrollo de Europa adquirió un carácter unilateral; lo cual, también hay que decirlo, contribuyó a su vez al debilitamiento de Rusia en los años 90.
Ahora tenemos que admitir que la crisis política europea (y mundial) es una realidad. Una de las razones de su aparición, aunque no la única, es la reticencia de nuestros socios europeos a tener en cuenta el punto de vista de Rusia, así como sus legítimos intereses en materia de seguridad.
Verbalmente se aplaudió a Rusia, sobre todo en la época de Yeltsin, pero en la práctica no se contó con ella. Me refiero, principalmente, a la ampliación de la OTAN, a los planes de despliegue de sistemas de defensa antimisiles y a las intervenciones de Occidente en regiones estratégicas para Rusia (Yugoslavia, Irak, Georgia, Ucrania).
Se nos estaba diciendo, literalmente, que no era asunto nuestro. Todo esto generó un quiste que, finalmente, ha estallado.
Una de las principales dudas que existen
hoy en relación con los acontecimientos de Ucrania es la ampliación de la OTAN
hacia el este. ¿No le parece que sus socios occidentales les han engañado en lo
referente a los planes de futuro para Europa del Este? ¿Por qué no exigieron
entonces que se formalizaran jurídicamente los compromisos adquiridos, en
particular, la promesa del secretario de Estado de EE UU, James Baker, con
respecto a la ampliación de la OTAN hacia el este? Cito sus palabras: “La
jurisdicción de las tropas de la OTAN no se va a extender ni una pulgada hacia
el este”.
La cuestión de la ‘ampliación de la OTAN’ no se discutió en aquella época. Lo digo asumiendo toda la responsabilidad. Ningún país de Europa del Este sacó el tema, ni siquiera tras la desaparición del Pacto de Varsovia en 1991. Tampoco los dirigentes occidentales lo plantearon.
Entonces se estaba discutiendo otra cuestión que nosotros habíamos puesto sobre la mesa: la garantía de que, tras la reunificación de Alemania, no se produjera un avance de las estructuras de la OTAN y un despliegue de tropas adicionales de la Alianza atlántica en el territorio de la entonces RDA. Es en este contexto cuando Baker realiza la declaración que usted ha mencionado en su pregunta. Lo dijo también Kohl.
Todo lo que se podía hacer para consolidar aquel compromiso político se hizo. Y se cumplió. En el Tratado Dos más Cuatro se dispuso que no se crearían nuevas estructuras militares, ni se desplegarían tropas adicionales, ni se instalarían armas de destrucción masiva en la parte oriental del país y durante todos estos años se ha cumplido.
De modo que tampoco es justo presentar a Gorbachov ni a los dirigentes soviéticos de entonces como a unos ingenuos, víctimas de un engaño. Si en algún momento se pecó de ingenuidad, fue más tarde, cuando surgió la cuestión y Rusia no puso objeciones.
La decisión de EE UU y sus aliados de ampliar la OTAN hacia el este se materializó en 1993. Desde el principio dije que era un gran error. Era un claro quebrantamiento del espíritu que encerraban las declaraciones y las garantías que se nos ofrecieron en 1990. En lo que se refiere a Alemania, estas garantías sí que fueron aseguradas por la vía jurídica y aún se mantienen.
Para todo ruso, Ucrania y la relación actual con este país es una cuestión espinosa. También usted, como ciudadano 50 % ruso y 50 % ucraniano, afirma en el epílogo de su libro Después del Kremlin que siente un profundo dolor por todo lo que está ocurriendo ahora en este país. ¿Qué salidas ve a la crisis de Ucrania y cómo prevé que se desarrollará en los próximos años la relación entre Rusia, Ucrania, los países europeos y EE UU a la luz de los últimos acontecimientos?
Para el futuro más próximo la cuestión es clara: hay que cumplir absolutamente todo lo que se firmó en los acuerdos de Minsk del 5 el 19 de septiembre. De momento, la situación real parece muy delicada. Se está incumpliendo el alto el fuego continuamente, aunque últimamente parece que el proceso avanza. Se está habilitando una zona para la retirada de tropas y de armamento pesado. Los observadores de la OSCE, incluidos los de Rusia, ya están llegando a la zona. Afianzar esto ya sería un gran logro, aunque solo sea el primer paso.
Hay que reconocer que la relación entre Rusia y Ucrania ha sufrido un duro golpe. No se puede permitir que esto de lugar a un alejamiento definitivo de nuestros pueblos. A este respecto, sobre los presidentes Putin y Poroshenko recae una gran responsabilidad. Ellos deben dar ejemplo. Deberían reducir la carga emocional. Ya decidiremos quién es culpable y quién inocente más adelante, lo importante ahora es establecer un diálogo sobre cuestiones concretas; normalizar la vida en las regiones que más han sufrido dejando a un lado la cuestión del estatus. Tanto Ucrania, como Rusia y Occidente podrían contribuir a alcanzar este objetivo, juntos o cada uno por su lado.
Los ucranianos tendrán que trabajar mucho para alcanzar la reconciliación dentro del país, para que cada persona se sienta un ciudadano cuyos derechos e intereses están garantizados. No se trata tanto de las garantías constitucionales o jurídicas como de las de la vida cotidiana. Por esta razón yo recomendaría que, aparte de las elecciones, se empezaran a convocar cuanto antes unas ‘mesas redondas’ con representación de todas las regiones y capas sociales, donde se pueda plantear y debatir cualquier cuestión.
En cuanto a la relación de Rusia con los países de Europa del Este y EE UU, lo primero que hay que hacer es abandonar la lógica de las acusaciones mutuas y las sanciones. En mi opinión, Rusia ya ha dado ese paso al renunciar a tomar medidas de respuesta al último paquete de sanciones de Occidente. Nuestros socios tienen ahora la palabra.
Creo que, ante todo, deberían renunciar a las conocidas como sanciones personales. ¿Cómo se puede entablar un diálogo mientras las personas que toman las decisiones, personas con influencia política, están siendo ‘castigadas’? Debemos hablar, un axioma en vano olvidado.
Estoy convencido de que, en cuanto el diálogo se restablezca, surgirán puntos de conexión. Basta con mirar alrededor, el mundo está en tensión, hay infinidad de desafíos comunes, numerosos problemas que solo se pueden resolver de manera conjunta. La desconexión entre Rusia y la Unión Europea es perjudicial para todos; está debilitando a Europa en un momento en el que la competencia global se hace más grande y en el que otros ‘centros de atracción’ de la política mundial se están fortaleciendo.
No podemos bajar la guardia. No podemos enzarzarnos en una nueva guerra fría. Las amenazas comunes a nuestra seguridad siguen ahí. Últimamente han aparecido nuevas amenazas, movimientos extremistas altamente peligrosos, como el así llamado Estado Islámico. Los problemas medioambientales también se están agudizando, así como la pobreza, la inmigración, las epidemias, etc. Frente a estas amenazas podemos volver a encontrar un lenguaje común. No será fácil, pero no nos queda otra.
Ucrania se está planteando construir un muro en la frontera con Rusia. ¿Qué opina usted, cómo es posible que estos dos pueblos que siempre habían sido amigos, antiguos miembros de un mismo Estado, se hayan enemistado de súbito y ahora podrían quedar divididos no solo políticamente, sino también mediante un muro físico?
La respuesta a esta pregunta es simple: estoy en contra de cualquier muro. Quienes están planeando esa ‘obra’ deberían pensarlo dos veces. Creo que nuestros pueblos no acabarán enemistados. Somos demasiado parecidos en muchos sentidos. No hay ningún problema ni ninguna diferencia entre nosotros que no podamos superar, pero mucho depende de las élites y de los medios de comunicación. Si estos se esfuerzan en conseguir la separación, si se dedican a iniciar riñas y a agravar conflictos, será una catástrofe. Ya conocemos otros casos. Por eso pido a las élites que hagan un ejercicio de responsabilidad.
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