Autora: Tatiana Perelygina.
Hace treinta años, el 11 de marzo de 1985, Mijaíl Gorbachov fue elegido de forma unánime Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética. Nadie podía imaginarse en ese momento los cambios tan radicales que esperaban al país en el futuro próximo.
La perestroika y “el nuevo pensamiento político” se convirtieron en un fenómeno único. Los debates sobre qué fueron y por qué tuvieron lugar nunca concluyen en un veredicto definitivo porque sus consecuencias fueron demasiado grandes y claramente imprevistas. En el contexto del conflicto actual entre Moscú y Occidente por la crisis de Ucrania se pone en duda incluso la que se consideraba la máxima consecución de la perestroika: el cese de la “guerra fría”, la salida de una confrontación entre sistemas.
“El nuevo pensamiento” era
tan idealista que la mayoría de observadores durante mucho tiempo no
pudieron creer en su seriedad. Se puede discutir el grado de
profesionalismo de los dirigentes, la influencia de la crisis
económica y la coincidencia de circunstancias pero esto no anula lo
más importante: el Kremlin efectivamente creía que basándose en
los valores humanos y en una aventajada muestra de buena voluntad se
podía no solo cesar la confrontación y eliminar el yugo ideológico
sino que también era posible ponerse de acuerdo en la construcción
de otro mundo, equitativo y justo.
El péndulo político se
balancea y cuanto más fuerte se desplaza hacia un lado más brusca
es la marcha atrás. La atmósfera de la Rusia actual está a las
antípodas de la que reinaba en la Unión Soviética de la
perestroika. En lugar del idealismo impera un extraordinario realismo
que en algunos casos llega a sus máximas manifestaciones.
Hay una falta de confianza en cualquier instrumento y mecanismo
que no sean las propias fuerzas. No se trata solo de una falta de
confianza hacia los socios occidentales, sino también de que es
imposible reconocer que tras sus acciones pueda haber algo que no sea
motivado por la enemistad o el interés.
No hay que
sorprenderse. La perestroika no terminó de la forma que preveían
sus autores. Los intentos por superar la quiebra de un sistema
estatal y construir otro se convirtieron en el asunto principal del
siguiente periodo en Rusia. Salieron ganando los detractores de la
Unión Soviética. No tiene ningún sentido indignarse por el hecho
de que trataran de sacar el máximo provecho, ¿quién hubiera
actuado de forma distinta en su lugar?
Si la URSS hubiera ganado “la guerra fría” es poco probable
que hubiera vacilado en si había que aceptar a los Países Bajos y a
Portugal en el Tratado de Varsovia. Además, sería extraño esperar
que después de esta experiencia el poder ruso conserve el deseo de
limitarse por su propia voluntad y que crea en las dulces palabras
que ya no existe ningún “juego de suma cero”. Y ya no hablo de
las lecciones de “las intervenciones humanitarias”…El fruto de
todos estos acontecimientos es que ahora Rusia vive de forma más
alerta hacia el mundo que le rodea que en la Unión Soviética de
antes de la perestroika.
Es comprensible la renuncia a una
visión idealista del mundo. Alarma que el “hiperrealismo” de las
esperanzas defraudadas engendre la esquematización, la
simplificación extrema. La insatisfacción por el resultado hace que
la conciencia nacional vea en la perestroika y en sus consecuencias
no una etapa de desarrollo del país, normal y condicionada por la
lógica de los acontecimientos que le precedieron, sino más bien una
aberración, casi aportada del exterior.
Es propio de los humanos idealizar el pasado, sobre todo cuando no
se está contento con el presente y el futuro está cubierto de
niebla. A la sociedad rusa le falta reflexión que no tenga nada que
ver ni con el camino transcurrido, recubierto de una capa de
consuelo, ni con sus sentimientos masoquistas de humillación. La
búsqueda a tientas de una nueva identidad nacional de momento lleva
a que se adapte la historia,
sobre todo la reciente, a las necesidades de un “optimismo
histórico”, es decir, evitar la interpretación objetiva de sus
páginas trágicas, multidimensionales y ambiguas.
La
perestroika terminó de forma dramática. Sin embargo, este drama
merece ser valorado no solo desde el punto de vista geopolítico o
socioeconómico, sino también como un momento muy importante para
nuestro país de un salto humano, la aspiración a la renovación y a
la depuración.
Por muchos errores que se cometieran y por mucho que esos fallos fueran utilizados por alguien para conseguir sus propios intereses, el papel de tales episodios en la historia es invalorable. La perestroika mostró a qué conduce un exceso de idealismo y confianza en lo mejor. Ahora parece que nosotros nos acercamos a otra conclusión: que únicamente basándose en el pragmatismo y en la desconfianza tampoco es posible crear algo sólido.
Artículo publicado originalmente en ruso en Rossiyskaya Gazeta.
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