Dibujado por Alekséi Iorsh
La mañana del 8 de noviembre me levanté de un salto, como si me hubieran tirado un cubo de agua fría: ¡me había dormido! No era de extrañar: hasta la madrugada estuve escribiendo un texto para mi intervención en la conferencia con motivo del 25º aniversario de la caída del muro de Berlín.
En el complejo recientemente inaugurado en la Potsdamer Platz, con el nombre algo pasado de moda “Casa común europea”, al día siguiente se iban a reunir redactores de las revistas de análisis político de todo el territorio que abarca de Lisboa a Reikiavik, a Vladivostok y a Busán.
La Casa común europea hace mucho tiempo que pasó a ser Casa común euroasiática, pero decidieron bautizar este centro en honor a la idea original de Mijaíl Gorbachov.
Tengo que llegar urgentemente a la estación, no perder el expreso Moscú - Berlín. Hace seis años que está en funcionamiento esta ruta de alta velocidad, casi he dejado de coger el avión para ir a Europa: no tiene sentido. Es mejor viajar seis horas a bordo de un confortable tren - pasando por Smolensk, Brest, Varsovia, y llegar directamente a la estación principal situada en el centro de Berlín- que ir al aeropuerto de Moscú, esperar allí para luego aterrizar en otro aeropuerto… Oh, qué es ese ruido tan extraño…
De repente me despierto de verdad. Suena el despertador de mi ordenador chino Lenovo. Es una sombría mañana de noviembre, cargada de noticias que salen disparadas de la radio. De nuevo en Donetsk han abierto fuego: como resultado han muerto civiles. David Cameron ha amenazado a Rusia con imponer nuevas sanciones. Han empezado las maniobras de la OTAN en los países bálticos.
La Casa común europea se ha quedado en un bonito sueño, y la celebración del 25º aniversario de la caída del muro de Berlín, un hecho real, subraya no la unidad del Viejo Mundo, sino al contrario: su nueva escisión.
¿Qué ha pasado para que esto sea así? ¿Por qué la Europa sin fronteras con la que se soñaba en los años del “nuevo pensamiento político” se ha perdido, sin haber conseguido hallarla?
El muro de Berlín fue un símbolo de la absurdidad de la confrontación política. Y cuando cayó todo hacía pensar que desaparecía cualquier motivo para la división. Pero resultó que todo esto se había comprendido de un modo abstracto, y desde la oposición cada uno veía de forma diferente las vías de salida.
Gorbachov concibió que el diseño de la Casa común europea se efectuaría conjuntamente por “ingenieros” de ambos polos. Emprenderían juntos una construcción en la que todo el mundo se sentiría cómodo, pues se tomarían en cuenta los deseos de cada parte.
En este sentido, Gorbachov -probablemente sin quererlo- seguía la lógica de Andréi Sájarov, su gran correligionario (en algunas etapas) y antagonista (en otras), con su llamada a una convergencia entre capitalismo y socialismo. En la práctica, sin embargo, en vez de convergencia, lo que resultó fue una absorción.
La disolución de la URSS y la quiebra del modelo soviético fueron percibidas por Occidente como una demostración de que siempre habían tenido la razón, ya fuera desde el punto de vista moral, histórico o económico. Y lo que tendría que haber sido un acercamiento progresivo y equilibrado, la creación de una nueva postura, se convirtió en el desmantelamiento de la “herencia soviética”.
La creación de una Casa común europea siguiendo pautas occidentales se podía coronar con éxito en un único caso: si tras el colapso de la Unión Soviética se integraba también a Rusia.
Había un riesgo: la fuerza destructiva como resultado de la quiebra de la URSS se contuvo a duras penas. Rusia se dividió, y sus partes, con el tiempo, probablemente acabarían siendo engullidas, de una u otra forma, por el proyecto europeo de integración.
Pero no fue esto lo que ocurrió, y Rusia resultó ser un obstáculo en el camino de la marcha victoriosa del proyecto occidental. La Unión Europea no conocía otra vía que la de extender unilateralmente su marco jurídico y normativo a los países colindantes, es así cómo está estructurada conceptualmente. Occidente no podía reconocer a Rusia como un país cocreador de la nueva Europa dotado de iguales derechos. Y Rusia no se conformó con asumir el papel de subordinado.
Como resultado, en lugar de construir la Casa común europea, que con el tiempo hubiera llegado a ser euroasiática, comenzó a levantarse un “cercado”. La ampliación de esta construcción fue erigida por los europeos occidentales con la activa ayuda de los Estados Unidos durante la guerra fría y luego se pusieron a levantar construcciones auxiliares. Tarde o temprano estas obras tenían que apoyarse en la “parcela” vecina, en la pared del otro edificio que Rusia, recuperándose paulatinamente de su hundimiento acaecido a comienzos de la década de 1990, empezó a reformar y reconstruir.
Pero de pronto en Europa ha aparecido una zanja. Y esta vez desplazada al este, en comparación con la que dividía el continente 25 años atrás. Y, en cierta medida, es aún más profunda, pues la esencia de esta división no es tanto ideológica como la no coincidencia de patrones mentales.
¿Sería posible construir realmente una Casa común europea?
Si aún existiera la Unión Soviética -no como un imperio comunista, sino como una comunidad razonable unida por el beneficio mutuo-, Europa podría unirse a ella sobre principios realmente equitativos. La integración, entonces, tendría dos pilares: Moscú y Bruselas.
Y el fruto de esta convergencia habría sido otra estructura cualitativamente diferente, en la que los suministros de energía nunca provocarían crisis, la democracia no iría acompañada de la desindustrialización total, como en los países bálticos, y los habitantes del Este de todo este enorme espacio no trabajarían como mano de obra barata e ilegal en la parte occidental.
Y, por supuesto, un cuarto de siglo después no estarían sobre el tapete la cuestión de una nueva militarización de la Europa Central y la vuelta de la amenaza a la seguridad europea.
Probablemente se tratara de una utopía y en el momento en que se quiso crear la Casa común europea ya era demasiado tarde. La Unión Soviética llegó a un punto de no retorno, y sus oponentes occidentales, previendo la posibilidad de obtener una victoria firme, no se interesaron en alcanzar acuerdos.
Si realmente fue así, la Europa que perdimos fue una gran entelequia que sólo pudo existir en las mentes de los idealistas. Y es allí donde se quedará para siempre. Estampada con las conmovedoras escenas que se produjeron avanzado el otoño de 1989, cuando miles de felices berlineses celebraban que ya no había muros. Y creían sinceramente que nunca más los habría.
Fiódor Lukiánov es presidente del Consejo de Política Exterior y de Defensa.
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