Dibujado por Alekséi Iorsh
En una ocasión un joven
colega, que en 1991 tenía 15 años, me contó cómo se enteró de que la Unión
Soviética ya no existía. “Después del recreo entró en clase la profesora de
ruso y nos dijo: ‘han anunciado que se ha desintegrado la URSS’. Después
continuó con la lección y nos empezó a hablar del escritor soviético Borís Pilniak, al que habían fusilado en la época de Stalin”.
En realidad, la noticia de que en diciembre de 1991, en algún rincón de los
bosques bielorrusos, los presidentes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania habían
firmado un acuerdo para la disolución del tratado fundacional de la URSS
(cerrado en 1922) no supuso ningún trastorno para la mayoría de los ciudadanos,
ya que su día a día no hubo grandes cambios. La gente estaba más preocupada por
cuestiones más cotidianas como el rápido crecimiento de la tasa de inflación,
la devaluación del dinero o el hecho de que las tiendas se estaban quedando
vacías.
Mientras tanto, las
autoridades trataban de convencer a la población de que no pasaba nada,
afirmando que todo se arreglaría y que en lugar de la URSS se crearía la
Comunidad de Estados Independientes (CEI). Se llegó a decir incluso que los
estados miembros mantendrían un ejército unificado.
Actualmente, casi un cuarto de siglo después de la fundación de esta
estructura, cuesta encontrar a alguien que diga una buena palabra sobre la CEI.
Por ejemplo, la creación de esta organización convirtió prácticamente a la
mayoría de los líderes de los países postsoviéticos centroasiáticos en
presidentes vitalicios.
¿Pero para qué se creó esta comunidad? La formación de la CEI no se planeó, fue
más bien el resultado de la suma de una serie de factores: la debacle económica
de la URSS, la lucha por el poder entre Gorbachov y Yéltsin o la renuncia de
Ucrania a permanecer en la URSS a raíz del referéndum llevado a cabo en el país
en 1 de diciembre de 1991, por el que se proclamó su independencia.
La firma del Tratado de Belavezha provocó la destitución de Gorbachov como
presidente de la URSS y la transferencia de todo el poder de Moscú al
presidente de Rusia, Boris Yeltsin, sumiendo en una clara confusión a muchos
líderes regionales (en Asia Central, en el Cáucaso y en la parte europea de la
antigua Unión), que pasaron a ser exlíderes en un abrir y cerrar de ojos.
En la mayoría de estas regiones el poder estaba en manos de los dirigentes
locales del Partido Comunista. Ellos mismos fueron los primeros en coger el
testigo. Conscientes de la nueva tendencia de cambio, rebautizaron sus partidos
como ‘democráticos’, asimilando el léxico correspondiente y las consignas de la
oposición en sus respectivas repúblicas. Moscú dejó de ser el centro de la
Unión.
Las economías de las antiguas repúblicas, tras 70 años de administración
soviética, se habían vuelto tan dependientes unas de otras y solo aquellas que
contaban con recursos naturales propios (Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán y
Azerbaiyán) podían subsistir con relativa autonomía.
La supervivencia de las demás repúblicas como sujetos independientes depende
actualmente, en mayor o menor medida, de la ayuda procedente de grandes
potencias como Rusia, China, EE UU o la Unión Europea. Al mismo tiempo,
algunas de estas repúblicas (Ucrania, Moldavia y Georgia) se inclinan, por razones
históricas o nacionales, hacia una línea de desarrollo de tendencia europea.
Entre ellas hay incluso una república centroasiática con población
mayoritariamente musulmana, Kirguistán.
Sin embargo, las grandes diferencias existentes entre sus sistemas económicos y
políticos complican el desarrollo de una cooperación equitativa entre estas
antiguas partes de la URSS. Es más, algunas de ellas (como Armenia y
Azerbaiyán) se encuentran en estado latente de conflicto bélico
entre sí. Otras (como Tayikistán), asoladas por el estallido de la guerra civil
tras el colapso de la URSS, no han logrado recuperarse desde entonces. Y otras
(como Georgia y Moldavia), con regiones en sus territorios autoproclamadas
repúblicas independientes, encierran desde hace años potenciales conflictos
étnicos y separatistas.
La Unión Económica Euroasiática, ¿más cerca de la UE o de la URSS?
Muchos intentos de crear uniones interestatales en el espacio postsoviético sin
la participación de Rusia han fracasado, tanto entre Estados leales al país
eslavo (en Asia Central), como entre los hostiles, organizados con la
cooperación de EE UU (como la GUUAM, formada por Georgia, Ucrania,
Uzbekistán, Azerbaiyán y Moldavia).
Todo apunta a que en el territorio de la CEI solo son viables aquellos
proyectos de cooperación favorecidos por Moscú, como la Unión Aduanera entre Rusia, Kazajistán y Bielorrusia. Rusia está dispuesta a proporcionar
materia prima y apoyo financiero a sus socios, siempre que estos respondan con
lealtad política y renuncien a colaborar estrechamente con otros centros
mundiales de poder. Este intercambio geopolítico a menudo suscita preocupación
entre las élites políticas de los países asociados con Rusia, pues lo
consideran una muestra clara de ambición neoimperialista por parte de Moscú.
No obstante, la CEI —a menudo referida como el divorcio civilizado entre las
antiguas repúblicas soviéticas— ha mantenido, con pocas excepciones, un régimen
de libre circulación de personas dentro del territorio de la organización, lo
que ha garantizado una migración laboral hacia Rusia y Kazajistán de varios millones
de personas que mantiene a flote la economía de los países vecinos.
Solo con base en estos factores se puede afirmar que a la mayoría de los
miembros de la CEI les interesa mantener en pie esta organización. Una prueba
de ello es la negativa de Ucrania a confirmar su decisión de abandonar la
comunidad. No hay duda de que la pérdida de preferencias en la zona
de libre comercio de la CEI afectaría gravemente a la economía de Ucrania.
Arkadi Dubnov es politólogo, columnista de asuntos internacionales y experto
en los países de la CEI.
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