OPINIÓN: ¿No son los rusos demasiado sensibles al frío?

Russia Beyond (Foto: Pixabay)
Los rusos se protegen en exceso contra el frío, aunque eso signifique llegar a extremos opuestos. Esta es mi observación personal como expatriado procedente de Francia, sorprendido por la sensibilidad de los lugareños hacia este entorno que les pertenece desde hace siglos.

“¡Te vas a resfriar así!”. “¡Ciérrate la chaqueta!” “¡Ponte calcetines más altos!” “¡Ponte la capucha!” “¿Dónde está tu bufanda?” son cosas que la gente me dice con frecuencia. Aunque ya no tengo diez años y estas frases tampoco las formula mi madre, sino mis amigos, mi portera y, a veces, incluso desconocidos. ¿Qué tienen en común estas personas? Son todos rusos.

Estas recomendaciones sobre la ropa, que estarían justificadas si se expresaran durante una expedición invernal en Yakutia, una región siberiana donde las temperaturas se acercan regularmente a los -60 °C (-76 °F), se pronuncian, en realidad, mucho más allá del marco de la estación fría y en latitudes térmicamente mucho más suaves.

De hecho, no es raro que, nada más llegar el otoño o incluso en plena primavera, note cómo el guardia de seguridad de mi edificio de apartamentos moscovita me mira con reproche los tobillos desnudos; y no duda, siempre en tono de broma eso sí, en reprenderme por ello. Sin embargo, mi objetivo no es engrosar las filas de los adeptos locales al “endurecimiento por frío”, que se bañan en agua helada y caminan en camiseta en medio de los ventisqueros, sino simplemente vestir según cómo me siento.

En la ciudad de Kírovsk, región de Múrmansk, 2018.

Por supuesto, he cometido algunos errores en este asunto, como aquella vez que, en la región ártica de Múrmansk, subí a una montaña en vaqueros y zapatos de ciudad con una amiga, francesa e igual de mal vestida. Aún recuerdo las carcajadas que me eché al verla sacudirse frenéticamente, acosada por las violentas y heladas borrascas de nieve en lo alto de las pistas de esquí. U otro episodio, en Siberia, cuando, después de haber pasado un día entero caminando a -30 °C de temperatura sin ninguna protección en la cara, se me acabó congelando el párpado superior, lo que requirió más tarde una operación quirúrgica.

Sin embargo, aparte de estos casos extremos, muy pocas veces he sufrido a causa del frío y nunca he caído realmente enfermo por salir a la calle vestido de una forma que considerara apropiada. Entonces, ¿por qué los rusos insisten en convencerme de que me cubra más? ¿Es por un sentimiento de benevolencia hacia un extranjero que consideran inadaptado a su duro clima, o es un signo de su propia aguda sensibilidad al frío? Con el tiempo, mi razón tiende a inclinarse por esta última hipótesis.

Calor, calor y más calor

A principios de octubre de 2021, en medio de lo que comúnmente se conoce como el “verano indio”, cuando las temperaturas diurnas aún superaban los 10°C (50°F), lo que facilitaba pasear con ropa de otoño en un decorado de follaje dorado y púrpura, parecía que muchos moscovitas ya habían sacado de sus armarios las chaquetas de plumón, los gorros de lana y las botas de invierno.

Esta estación es también el momento en que se produce otra manifestación del amor radical de los rusos por el calor: el encendido de la calefacción central en los interiores. Esto no supondría ningún problema si cada uno pudiera regular el termostato en casa a su gusto, pero, la mayoría de las veces, no es así. En Rusia, en la mayoría de los edificios predomina la calefacción central, lo que no deja libertad a los residentes en este ámbito.

Y, al igual que en el transporte público, las tiendas y otros lugares públicos, la temperatura fijada suele ser insoportable. Así, en la habitación que alquilé hasta hace poco, en invierno, no sólo me quemaba constantemente los pies al tocar las tuberías de hierro fundido mientras dormía, sino que me veía obligado a abrir y cerrar la ventana cada cinco minutos, pues era como si me inmolaran en el infierno si la dejaba cerrada demasiado tiempo y como si me hubiera atacado una ventisca ártica si la dejaba abierta demasiado tiempo.

Esta situación me lleva a una teoría: ¿no son los rusos realmente insensibles al calor? Varios hechos apoyan esta idea su capacidad para beberse el té recién vertido de la tetera, mientras que mis labios parecen chamuscarse instantáneamente al contacto, o su capacidad para sobrevivir en aquella bania soviética, y claramente disfuncional, de los suburbios moscovitas, donde, guiado por mi compañero de piso kazajo, no tuve más remedio que mantener los ojos cerrados y respirar sólo en pequeñas ráfagas, para que mis pulmones y mis globos oculares no se incineraran enseguida, ya que el aire era inusual y excesivamente más seco y caliente que en otros lugares de este tipo que visité.

En los orígenes del miedo

Así pues, surge una última pregunta: ¿Es esta cuasicriofobia de los rusos fruto de una sabiduría, desarrollada a lo largo de los siglos por la experiencia del peligro que representa este clima inhóspito y de la que me veo privado, o se trata de los vestigios de un miedo ancestral, cuyas raíces se remontan a una época en la que la vivienda, la medicina y las infraestructuras no eran tan eficaces como ahora, pero que ya no se aplican? En mi opinión, esta cuestión irresoluble es comparable a la del huevo y la gallina. ¿Qué fue primero, la precaución o el miedo al frío?

Los nenets y los janti, 1992-1993.

En cualquier caso, hay que decir que, desde la noche de los tiempos, las temperaturas negativas han sido motivo de temor para los pueblos de Rusia. Entre los yakutos, por ejemplo, la deidad benefactora suprema, Yuryung Aynyy Toyon, reside en el noveno cielo, la más magnífica de las tierras, donde no existe el invierno. Además, el infierno, que en Occidente se representa como ardiente, es imaginado por varias etnias del Ártico y Siberia como un reino de hielo eterno. Además, si bien la mitología de los eslavos paganos sigue siendo en gran parte desconocida, los investigadores proponen la existencia de Chernobog (literalmente “Dios Negro”), encarnación del mal absoluto, portador de desastres y amo del frío, enemigo jurado de Belobog (“Dios Blanco”).

Sin embargo, al no haber estado personalmente inmerso en este baño cultural que hizo de la escarcha el enemigo a matar desde mi nacimiento y al no estar aún lo suficientemente rusificado como para extraer algún placer de sudar bajo siete capas de ropa, por favor, ¡permítanme, querido guardia de seguridad, queridos amigos, queridos desconocidos, seguir, por mi cuenta y riesgo, desabrochándome la chaqueta en invierno!

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