Siberia, las otras caras del mito

Fuente: Prestel Publishing

Fuente: Prestel Publishing

Querer explicar Siberia con fotografías es una empresa imposible. La extensión de sus límites hace saltar por los aires la escala humana. Siberia es inabarcable tanto para la mirada como para el rectángulo de la cámara. Pero cada detalle que aparece en el encuadre contiene parte de su esencia. Al final, siempre necesitamos recurrir a lo concreto. La historiadora de fotografía Leah Bendavid-Val es la responsable del texto y la selección de imágenes del libro 'Siberia in the Eyes of Russian Photographers', un apasionante acercamiento a la mítica geografía siberiana y sus moradores.

¿Por dónde empezar cuando se quiere hablar de Siberia? Posiblemente esta fuera una de las preguntas a las que se enfrentó la experta en fotografía Leah Bendavid-Val. No es la primera vez que se sumerge en archivos y se entrevista con fotógrafos rusos. Le precede una comparativa sobre el uso propagandístico de este medio en los Estados Unidos y la URSS en la década de 1930, una monografía sobre el último periodo de la fotografía soviética o un álbum de las imágenes tomadas por la condesa Sofia Tólstaya. Ahora le ha tocado el turno a la región que representa el 76 % del territorio ruso pero que sólo acoge el 28 % de su población.

Referirse a Siberia por sus contrastes puede sonar a tópico. Pero en el Lejano Este ruso encontramos cazadores de focas y estaciones científicas, nómadas que siguen a renos y extensas plantas industriales, explotaciones petrolíferas y frágiles cabañas en medio de la taiga, chamanes y monasterios ortodoxos, víctimas del gulag y Dostoievski, Chéjov y Dersu Uzala. La lista también se desparrama. 

Leah Bendavid-Val es historiadora y profesora de fotografía que ha colaborado con fotógrafos rusos durante más de dos décadas y ha comisariado exposiciones en Estados Unidos y Rusia. Ha sido directora de publicaciones de National Geographic Books e investigadora del Woodrow Wilson International Center for Scholars. Además del presente libro, ha editado tres títulos más sobre fotografía rusa: Propaganda and Dreams: Changing Reality: Recent Soviet Photograph (1991), Photographing the 1930s in the USSR and the US (1999),  y Song Without Words: The Photographs & Diaries of Countess Sophia Tolstoy (2007). Uno de sus principales proyectos ha sido Siberia imaginada y reimaginada, que investiga la forma en que ha sido fotografiada Siberia desde la década de 1870 hasta nuestros días, y cómo la fotografía influencia la percepción de los lugares. Este libro es fruto de estas investigaciones. Es la primera vez que se hacen públicas algunas de estas fotografías.

En el epígrafe del libro leemos las palabras de A. F. Spencer, agregado científico a una misión militar británica que tuvo la oportunidad de conocer Siberia durante nueve meses del año 1919. En su artículo publicado en la revista Economica, Spencer afirma que “hay pocos lugares en la Tierra sobre los que se tengan unas ideas tan definidas a partir de tan poco conocimiento directo como Siberia”. Y acto seguido se lanza a romper todos los tópicos. Sí, en Siberia se encuentra el lugar habitado más frío del planeta (en Verjoyansk y Oimiakón, al noreste), pero cuando llega el verano los días son una fiesta de luz.

Para enfrentarse a la idea preconcebida, a la leyenda, Bendavid-Val ha optado por la mirada autóctona y no la de los viajeros y visitantes de paso. Nos descubre paisajes y retratos de los pioneros de la fotografía rusa de finales del siglo XIX y principios del XX que cargaron su pesado equipo por Siberia, las imágenes oficiales de las agencias soviéticas o las que fueron a parar directamente “al cajón”, las que documentaban las expediciones científicas, los trabajos de fotógrafos contemporáneos como Tatiana Plotnikova, Maria Ionova-Gribina, Anastasia Rudenko o Sergey Maximishin

Profesionales y amateurs, siberianos o venidos de la Rusia europea atraídos por el misterio y la aventura. Y lo que no faltan son las pequeñas y grandes historias. El libro no sigue un orden cronológico sino que organiza las imágenes en torno a algunos de los relatos que conforman Siberia y que los fotógrafos han captado en el último siglo y medio, ya sea la construcción del transiberiano o una boda de dos jóvenes en los suburbios de Novosibirsk.

Fotografiar Siberia nunca ha sido fácil. La meteorología, la logística, las distancias unas veces, las circunstancias políticas otras. “Sin embargo -explica Serguéi Maximishin-, hoy es más barato y fácil para un ruso trabajar en Túnez, África o Europa que en Siberia”. Este fotógrafo afincado en San Petersburgo lleva siete años documentando el Oriente de Rusia. Pocos son los que después de una primera experiencia no repiten.

No faltan ejemplos de quienes, después de su paso por Siberia, sufrieron una profunda transformación. Dostoievski, Brodksy o Tarskovski recuerdan ese capítulo como un punto y aparte en sus vidas. Y lo que primero hace Bendavid-Val es dimensionar la fuerza de los territorios convertidos en conceptos culturales confrontando a dos de los más importantes: el Lejano Oeste y el Lejano Este, dos bloques supuestamente contrarios que, muchas veces, son espejo de la misma experiencia. Ambos han sido y son contenedores de sueños románticos, el lugar donde poner a prueba la pericia de la ciencia y la ingeniería, la fuente de reservas para la insaciable actividad humana, el último reducto de la naturaleza virgen y su cara más áspera, la colisión entre exploradores y autóctonos.

Algunos fotógrafos seleccionados: Viktor Akhlomov, Pável Bezrukov, Vladímir Dubrovski, Dmitri Dyebabov, Liza Faktor, Mijaíl Galustov, Alexander Gronsky, María Ionova-Gribina, Evgeny Ivanov, Gueorgui Korchenkin, Alexander Kuznetsov, Serguéi Maximishin, Tatiana Plótnikova, Serguéi Prokudin-Gorski, Anastasia Rudenko, Vladímir Sedykh, Vladímir Semin, Andréi Shapran, Vladímir Sokolayev, Alexander Sorin.

Los dípticos tienen una similitud pasmosa, a veces Estados Unidos y Rusia son intercambiables: las mismas minas a cielo abierto en Magadán y Utah, pueblos languidecientes bajo la nieve en Novosibirsk y Dakota del Norte, el esplendor sublime de las cordilleras montañosas de Kamchatka y Wyoming. 

Hay un impulso en la fotografía que es la de documentar la primera mirada. Fue lo que espoleó en menos de dos décadas después del invento de la fotografía a los pioneros de este medio. Lo hicieron Serguéi Projudin-Gorski y Alexander Dudin-Gorkavich. Volvían con impresionantes estampas, pruebas irrefutables de la grandeza de la Madre Rusia que luego podían comercializar.

A. K. Kuznetsov firmó el Álbum del exilio de los decembristas (1889-91) y Alexéi I. Kocheshev hizo lo propio con las imágenes del trazado occidental del transiberiano (1896). Todos ellos se encontraron, además de con los colonos, con los pueblos indígenas (jantis, nénets, yakutos, evenos, etc.). 

La primera presencia de nómadas siberianos se pierde en la noche de los tiempos, aunque se calcula que, como mínimo, nos tendríamos que remontar a 47.000 años atrás. Pero fue a partir del siglo XIII cuando estos pueblos empezaron a sufrir las primeras incursiones, primero mongolas luego, más adelante, rusas y cosacas encabezadas por Yermak Timoféyevich. Pedro el Grande emprendió ambiciosas políticas de colonización, exploración científica y explotación de recursos. Ya entonces los pueblos indígenas eran considerados unos salvajes, aunque con el tiempo se mezcló ese sentimiento con cierta idealización. 

De todos modos la actitud hacia ellos sólo permitía dos opciones: conversión (cultural y religiosa) o erradicación. La llegada de la Revolución no trajo mucho más respeto. Convertirlos en ciudadanos soviéticos fue sinónimo de asimilación forzada y marginalización.

Convencidos de que estaba prohibido interrumpir el orden natural, veían impotentes cómo los descubrimientos de bolsas de petróleo, gas y minerales atraía a más colonos y disolvía su identidad. Todavía subsisten pequeñas comunidades indígenas en la Siberia contemporánea. Su vida es uno de los temas centrales del trabajo de Andrey Shapran. 

El fotolibro no podía abstraerse de relatos no tan amables sin duda como el paisaje sublime y el pastoreo de renos. Hay mucho dinero en juego en Siberia. Contratos de explotación por valor de billones de rublos. Esto significa el enriquecimiento de unos pocos, normalmente gracias a decisiones tomadas en despachos a miles de kilómetros. Sobre el terreno la realidad es otra. Como escribió Valentín Rasputin en su libro de ensayos Siberia, Siberia (1991), “los siberianos piensan en la posibilidad de nuevos yacimientos minerales con temor… Ni en la región petrolífera de Tiumén ni la cuenca de Kuznetsk hay un rincón donde la gente pueda vivir sin el peligro de dañar su salud”. 

Esto ha llevado a una división artificial de los siberianos que explica el fotógrafo Vladímir Dubrovski. “Hay dos tipos de siberianos, los que viven en la ciudad y los que viven en el campo. Los segundos están moldeados por la tierra y las estaciones, son más puros que los siberianos de la ciudad, allí todos llevan una máscara”.

El gulag y la propaganda fue la otra cara oscura de Siberia. El libro recoge imágenes de las antiguas colonias penitenciarias de la isla de Sajalín de la misma época que cuando recibieron la visita de Antón Chéjov y George Kennan. Tanto el ruso como el americano tenían planeado editar sendos álbumes sobre su expedición. El autor de La gaviota entró en contacto con Innokenti Pavlovksi, jefe de la oficina local de telégrafos, y el Dr. Alexander Scherbak, antiguo convicto. Los dos fotógrafos aficionados entregaron al dramaturgo y cuentista negativos que hoy se custodian en el Museo Estatal de Literatura de la capital rusa.

Al pasar las páginas del Sajalín zarista nos encontramos con el gulag soviético. El trabajo de documentación de Vasili Shumkov, en la década de 1980, corta la respiración. Son los rastros de torres de vigilancia, barracones y el suelo helado donde se distinguen las sepulturas que unas simples estacas se esfuerzan en recordar. El olvido en lugares así es solo cuestión de unos pocos inviernos. Para algunos fotógrafos es un imperativo moral mantener esa memoria.

Pável Bezrukov documentó en 2009 tanto las tumbas escondidas entre la maleza como las grandes infraestructuras construidas por los prisioneros. Los 953 kilómetros de la carretera M52 que unen Novosibirsk con la frontera mongola son un ejemplo. Todas estas imágenes contrastan con el uso que se hizo de Siberia durante el Realismo Socialista. La credibilidad de la fotografía se utilizó entonces para vender el proyecto soviético: rostros sonrientes, juventud patriótica, niños de rasgos orientales atendiendo obedientes en las aulas, campos labrados, bailes de fin de semana en los clubs de komsomoles, desfiles y exaltación popular. Ni rastro de polución, convictos o desolación. 

Pero una de las sorpresas que guarda este libro es, sin duda, la historia de dos Vladímir. Se trata de las biografías de dos exploradores de Siberia, Vladímir Arséniev y Vladímir Sedykh. Sesenta años separan las misiones científicas de estos expedicionarios. La del primero dejó un relato literario y un personaje, Dersu Uzala, inolvidables (en varias fotografías del libro aparece el explorador, el grupo de cosacos y el famosos guía hezhen), la del segundo dejó un testimonio fotográfico de mejor en calidad sobre las misiones cartográficas. Los componentes de las misiones dirigidas por Sedykh eran exconvictos que pasaban un curso de diez días en los que aprendían a recoger datos y sobrevivir en la taiga.

El libro recoge un comentario de Sedykh al contemplar una fotografía suya hecha a través de una ventana. En ella se ve a un hombre vestido de negro paseando por una solitaria calle nevada de Novosibirsk. Cuando la hizo “la aventura se acabó. Empezaba la aburrida vida de la ciudad. Ir a trabajar a las 8:30. Menudo contraste. Aguanieve en la calle comparado con la naturaleza imperturbada…”.

Siberia in the Eyes of Russian Photographers

Leah Bendavid-Val

Prestel, 2013.

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