El Imperio ruso acogió el siglo XX en pleno apogeo. Se produjeron campañas exitosas en Asia Central y se liberó Bulgaria del yugo otomano. En 1897, Rusia demostró su influencia internacional, junto con Francia y Alemania, forzando a los japoneses a devolver la península de Liaodong a China. Daba la impresión de que Rusia se había afianzado entre las grandes potencias mundiales.
Sin embargo, detrás de esa fachada de prosperidad se escondía una creciente crisis política. Del mismo modo que las autoridades rusas de este comienzo del siglo XXI protegen los intereses de las empresas de petróleo y gas, las autoridades zaristas defendían los intereses de los grandes terratenientes. El conflicto de intereses entre terratenientes y partidarios de la modernización de la economía cada vez se hacía más grande.
Un ejemplo paradigmático fue la construcción de la línea ferroviaria del Transiberiano. El portavoz de los intereses de la clase industrial fue el ministro de finanzas Serguéi Vitte. Subrayaba que la red ferroviaria era insuficiente: el refuerzo de las posiciones de Rusia en el Lejano Oriente ruso era imprescindible para la población de esa región. Por tanto, preparó un programa para el reasentamiento de pequeños campesinos de las zonas occidentales de Rusia en la región del río Amur, que estuvo vigente en las fronteras de los siglos XIX y XX. Para los colonos entró en vigor una tarifa reducida para el billete de ferrocarril y asistencia médica y alimentaria a lo largo de todo el trayecto.
Con este programa Vitte contaba con reforzar el Lejano Oriente ruso y rebajar la tensión social en la parte europea del país debido al flujo de campesinos sin tierra que surgieron después de la abolición del régimen de servidumbre en 1861.
Pero los terratenientes, cuyos representantes más importantes eran los miembros de la familia zarista, declararon la guerra a la migración de los campesinos.
Esta política de las autoridades zaristas condujo no sólo al fracaso de los planes para la asimilación del Extremo Oriente ruso, sino también a una ingente cantidad de revueltas campesinas. Por cierto tiempo los problemas internos quedaron enmascarados con los éxitos de la política exterior, pero las derrotas del ejército ruso en la guerra demostraron que la Rusia zarista era un coloso con los pies de barro.
El rasgo singular de la guerra ruso-japonesa fue que, mientras ésta se libraba, la sociedad rusa simpatizaba con el enemigo. A principios de 1905 en Rusia se distribuyó de manera ilegal el folleto A los oficiales del ejército ruso, que decía: “Cada una de vuestras victorias amenaza a Rusia con la reafirmación del régimen zarista, cada derrota acerca la hora de la liberación”. El contexto dentro del país se caldeó a pasos agigantados, hasta que estalló el Domingo sangriento.
Bajo la influencia de las crecientes agitaciones populares, Nicolás II promulgó el Manifiesto para la mejora del orden del Estado, que fue el precursor de la primera constitución rusa. Pero esta medida suscitó nuevas revueltas. En muchos puntos surgieron Soviets (Consejos) de diputados de los obreros y soldados y comités de huelga. Las autoridades no consiguieron restablecer el orden en el país hasta 1907.
Gran Bretaña y los EE UU
La actividad intensificada de Rusia en la arena internacional hizo que a finales del siglo XIX se estrecharan las relaciones entre Estados Unidos y Gran Bretaña.
El Imperio británico fue en este período el principal enemigo geopolítico de Rusia. Territorialmente había dos grandes potencias mundiales, y el choque de sus intereses creó numerosos roces.
Rusia e Inglaterra sólo combatieron directamente entre sí en la campaña de Crimea. A menudo se encontraban en coalición pero no era sino “el abrazo de unos enemigos a muerte”. La mayoría de las veces Gran Bretaña apoyaba a los numerosos Estados que combatían contra Rusia.
Históricamente, estos países fueron Prusia, y luego, Alemania, Turquía, Persia, Francia y, por último, Japón.
El Imperio ruso combatió contra Japón, pero en realidad no se opusieron a él los nipones, sino Inglaterra y EE UU. El capital norteamericano e inglés armó al ejército japonés con la tecnología más moderna.
En los Estados Unidos, durante la guerra ruso-japonesa, el sentimiento antirruso alcanzó una tensión máxima. Japón, que había iniciado la guerra, fue presentada por los medios de comunicación como una víctima de la agresión rusa. Esa retórica también era característica del periódico japonés Yokohama shinbun: “Rusia es la deshonra de Europa; debemos vencer a esta nación en nombre de la civilización, el mundo y la humanidad”.
El 25 de mayo de 1905 el embajador norteamericano en Petersburgo, George Meyer, informó de la disposición de los EE UU para mediar en las negociaciones para la firma del armisticio entre Rusia y Japón. El presidente de los Estados Unidos “se situó al lado de Japón y durante las negociaciones en Portsmouth a veces se mostró más japonés que los japoneses”, escribió A. Kérenski.
El 23 de agosto se firmó el Tratado de Paz de Portsmouth: Rusia admitió las reclamaciones de Japón con respecto a Corea, devolvió a los japoneses los derechos de arriendo de la península de Liaodong con sus dos puertos, el de Port Arthur y el de Dalian, la vía de ferrocarril del sur de Manchuria y la mitad meridional de la isla de Sajalín.
Como resultado de la firma del acuerdo, Gran Bretaña devolvió el monopolio del suministro de mercancías de China a Europa por vía marítima. Rusia perdió la oportunidad de convertirse en el corredor de mercancías entre Asia y Europa, y el Lejano Oriente ruso quedó poco desarrollado en el extremo del país.
La guerra ruso-japonesa expulsó a Rusia del sistema mundial capitalista del siglo XX. Gran Bretaña y Estados Unidos dejaron de considerarla como una relevante potencia industrial. La guerra mostró hasta qué punto Rusia era internamente débil.
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