En la antigua Tsaritsin y actual Volgogrado giró el gozne de la historia. Fuente: RIA Novosti
Veintitrés días después de declararse el estado de sitio en Stalingrado se informó a Stalin del contenido de un comunicado interceptado: la Wehrmacht daba por hecho la capitulación de la ciudad. Corría el 16 de septiembre de 1942. De haber sido cierto, Hitler se hubiera resarcido de la operación fallida por el control del petróleo caucásico y obtenido una importante victoria moral y simbólica sobre el enemigo soviético. Pero en el punto culminante de la expansión alemana se vislumbraron las primeras muestras de su fragilidad en cuanto a logística y abastecimiento.
En esas circunstancias, y después de repeler al adversario en las puertas de Moscú, el choque en Stalingrado se convirtió en “una batalla de carneros”, como la definió Lavrenti Beria, un duelo de vanidades a distancia entre Stalin y Hitler que se llevó por delante casi dos millones de vidas.
La Segunda Guerra Mundial cambió para siempre nuestra percepción del mapa, alteró la toponimia. Nombres que eran ajenos a aquella generación, hoy son capitales del recuerdo: Babi Yar, Hiroshima, Dresde, Katyn, Auschwitz, Okinawa, Treblinka o Stalingrado. Esta última no ingresó en los manuales de historia sólo por el número de bajas o por la crudeza de la “guerra de ratas”, como la bautizaron los alemanes, o por la “academia de lucha calle por calle”, según el teniente general Vasili Chuikov.
En la antigua Tsaritsin y actual Volgogrado giró el gozne de la historia. La desalentadora situación en África y la derrota en Stalingrado empujaron a Goebbels a dar su famoso discurso en el Palacio de Deportes de Berlín, una huida desesperada hacia adelante llamada “Guerra total”.
La caída o resistencia de Stalingrado había llegado a ser una cuestión de prestigio en la que el valor de la vida humana quedaba relegado a un segundo plano. El ejército alemán pasó de recibir a principios de septiembre de 1942 la audaz orden directa de Hitler de acabar con toda la población masculina de la ciudad –el general Paulus le había prometido conseguir la capitulación en una veintena de días– al famoso telegrama con el desesperado mandato de “rendirse es imposible”.
Por su parte, Stalin dictó la orden nº227, célebre por su lema “Ni un paso atrás”, que obligaba a castigar con la pena de muerte cualquier “acto extraordinario”, eufemismo que definía todo amago de deserción. Tampoco hay que olvidar el envío ininterrumpido de efectivos rusos con escasos o nulos conocimientos, pura carne de cañón, o la prohibición de evacuar a la población civil para elevar el compromiso de los soldados rusos.
En lo que también coincidieron los dos caudillos fue en infravalorar al oponente. Stalin reaccionó al avance alemán tarde y mal. Hitler no calculó la determinación del Ejército Rojo ni el invierno ruso.
El 8 de noviembre, el canciller nazi se jactó de que Stalingrado estaba prácticamente a sus pies y que “el tiempo no tenía importancia”. Al día siguiente, los termómetros de Stalingrado registraron 18 grados bajo cero. El final es de sobra conocido. El Ejército Rojo supo adaptarse mejor al territorio de una ciudad devastada por la Luftwaffe. Sorprendió al VI Ejército alemán, la mayor formación de la Wehrmacht, con una maniobra de envolvimiento. La rendición del general Paulus, de quien Hitler esperaba el suicidio antes que la deshonra, fue otro gran revés.
Después de la guerra, cada nación construyó su propio relato y encumbró a sus héroes. Rusia, por ejemplo, se dispone a estrenar su primera película rodada en 3D sobre este capítulo de su historia, dirigida por Fiódor Bondarchuk. Han tenido que pasar unas cuantas décadas para tener una fotografía más nítida de lo ocurrido. Sin duda, la apertura de archivos ha contribuido a ello. Cada bando había ofrecido sus propias cifras y ocultado los trapos sucios.
En España, los causantes del interés reciente por Stalingrado son Antony Beevor y Vasili Grossman: el primero, investigador y con una perspectiva temporal del acontecimiento; el segundo, testigo directo y escritor.
Beevor publicó en 1999 el ensayo Stalingrado (en España apareció en 2004), una obra que arrojaba nueva luz sobre la contienda y, sobre todo, una elaborada visión de conjunto.
Vida y destino, en su primera traducción del ruso al español, apareció en 2007 y fue todo un éxito de ventas. Es un gran fresco sobre la Gran Guerra Patriótica con aliento tolstoiano. De hecho, Guerra y paz fue el único libro que Grossman se llevó al frente. Luego siguieron llegando a las librerías Por una causa justa, la precuela de Vida y destino que empezó a escribir en plena guerra y que iba a titularse como la ciudad del Volga; Un escritor en guerra, editado por Beevor, que recoge el trabajo de campo de Grossman –los capítulos dedicados a Stalingrado dan cuenta fehaciente de lo que allí se vivió- y, finalmente, Años de guerra, que recoge las crónicas publicadas sobre el Frente del Este, entre otras.
Cabe incluir en esta lista el último título de Beevor, La Segunda Guerra Mundial, una panorámica de todo el conflicto bélico que, obviamente, dedica un episodio a la ciudad mártir.
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