Daniil Jarms o el elogio de lo breve

 Daniil Jarms, un escritor satírico ruso de la época soviética que se incluye dentro de la corriente del surrealismo y el absurdo. Fuente: Wikipedia / Smithers / PD-RUS, PD-OUD.

Daniil Jarms, un escritor satírico ruso de la época soviética que se incluye dentro de la corriente del surrealismo y el absurdo. Fuente: Wikipedia / Smithers / PD-RUS, PD-OUD.

Con motivo de la publicación de “Me llaman Capuchino”, una recopilación de textos de Daniil Jarms, repasamos la figura de este creador, prácticamente desconocido hasta el momento para el público lector en español.

La literatura rusa está en deuda con las maletas. Gracias a ellas, muchas obras incluidas en las listas negras soviéticas recuperaron la libertad, publicadas al otro lado de la frontera, o bien permanecieron agazapadas, durmiendo el sueño de los justos, a la espera de otras generaciones.


Si podemos leer hoy la genial literatura absurda y grotesca del petersburgués Daniil Jarms (1905-1942), es porque su amigo, el teólogo y crítico Yákov Druskin, puso a resguardo los manuscritos diseminados en el apartamento del escritor, tras la segunda detención de este último en agosto de 1941.

Cinco meses más tarde, en pleno sitio de Leningrado, murió preso Jarms, en un hospital soviético de su ciudad natal, sin haber visto más que dos poemas suyos publicados en vida, además de algunas piezas de literatura infantil (el último reducto en aquella época para los creadores bajo sospecha).

Aunque Jarms fue rehabilitado en 1960, en Rusia no se abrió definitivamente su maleta hasta la llegada de la perestroika, cuando parte de la obra jarmsiana se conocía ya en el extranjero.

Jarms fue uno de los múltiples seudónimos que empleó este excepcional autor. Derivaba de la voz francesa “charme” [encanto] y de la inglesa “harm” [daño], aunquetambién hay quien apunta conexiones con el sánscrito “dharma” y el hebreo “herem”.

Figura irrepetible y compleja, a pesar de su corta vida dejó un legado artístico cuya originalidad sigue incontestable. Arrastró el lenguaje hacia territorios poco transitados, allí donde convive la sorpresa constante, el extrañamiento perpetuo y la carcajada inteligente.

Pocas voces han prefigurado de una forma tan lúcida la literatura que estaba por llegar. Anna Ajmátova dijo de él que había conseguido algo al alcance de muy pocos: “escribir la así llamada prosa del siglo XX”.

Pero, a la luz de los modos de comunicación contemporáneos, en la obra de Jarms –en especial, en sus Sluchai(Incidentes), quintaesencia del microrrelato-, también se reconocen expresiones del actual siglo.

Nacido en San Petersburgo, hijo de padre revolucionario, se educó en el prestigioso instituto germano de la capital, pero no acabó sus estudios superiores. Sin embargo, se involucró rápidamente, hasta llegar a convertirse en un personaje clave, en los movimientos de vanguardia que cristalizaron en una fuerza de choque contra el pensamiento único de la Unión de Escritores: el efímero grupo OBERIU (Unión del Arte Real), que fundó, en 1927, junto con su gran amigo Alexánder Vvedenski, entre otros.

Al abrigo de este grupo, más proclive a las acciones que a la impresión de textos, estrenó en una velada su drama Yelizaveta Bam, con el que se adelantó en dos décadas al teatro del absurdo de Eugène Ionesco. “A mí sólo me interesa el desatino: lo que no tiene sentido práctico. A mí la vida sólo me interesa en su manifestación absurda”, escribió en 1937.

Precisamente corrían tiempos absurdos, pero poco amables con este tipo de afirmaciones. En ese espacio fronterizo del absurdo, Jarms especuló sobre la dimensión humana que sus personajes, abiertos al milagro y la sorpresa que les negaba el realismo socialista, parecían haber perdido. Los personajes e incidentes de sus textos a menudo dan la impresión de ser parte de un juego matemático donde los elementos se organizan una y otra vez en combinaciones curiosas y extrañas.

La poética del sinsentido de OBERIU buscaba dotar de realidad propia a todos los objetos.

“Nuestra voluntad de crear es universal. Abarca todos los aspectos del arte y penetra con violencia en la vida, apresándola por todos los flancos”, afirmaban en su manifiesto los OBERIUts. Y Jarms llevó esa máxima hasta sus últimas consecuencias, porque en su vida privada seguía siendo Jarms (y no Yuvachov, su apellido real).

Su comportamiento excéntrico, más propio del circo o del cabaret, alejado de la visión sacrosanta del escritor, lo convirtió en una presa fácil para los cancerberos del discurso oficial.

“Jarms es arte”, sentenció Vvedenski. Pero el mundo del arte de entonces, supeditado al realismo socialista, se había convertido en un cajón estanco. Jarms no sólo creó un mundo propio a partir de la realidad soviética, en el que es reconocible el paisaje de otros autores como Yuri Olesha, Yevgueni Zamiatin o Mijaíl Zóschenko, sino también de la tradición oral del skaz y de las obras de Gógol y Dostoievski.

Por ejemplo, en “La vieja”, el cuento más extenso y logrado de Jarms, distinguimos ecos de Crimen y castigo.

“He empezado a poner orden en el mundo. Y así ha surgido el Arte… Soy el creador de un mundo, y eso es lo más importante que hay en mí”, escribe en una carta de 1933, cuando ya lo habían arrestado una vez por crear mundos al margen de las directrices.

Quien lee a Jarms se cuestiona el mismo hecho de la narración. ¿Qué determina lo que es o no una historia, lo que merece ser contado? ¿Dónde ocurre lo ‘milagroso’ en la vida cotidiana? La estructura ‘presentación-nudo-desenlace’ se suprime o bien queda reducida a la mínima expresión, como si, introducida en una cápsula acelerada y por efecto de las leyes de la física, se hubiera contraído.

En algunos casos, la exposición de la historia desemboca abruptamente en el final, en el “y eso es todo” con que se cierran muchas de sus composiciones.

Entonces el lector retrocede, busca los significados y las posibilidades ocultas en una realidad puesta patas arriba: ancianas que leen relojes sin manecillas, ciudadanos que olvidan si el siete va detrás o delante del ocho, el gran escritor Pushkin “al que no se le daba nada bien eso de sentarse en una silla”, un tipo pelirrojo cuya ausencia de rasgos físicos hace imposible hablar siquiera de él, viejas que caen una detrás de otra de una ventana, etc.

En cualquier pliegue del mundo exterior se esconden la sorpresa y el absurdo.

Pero la dimensión cómica de Jarms se tiñe de amargo negro cuando recordamos la década de hambre y desesperación que tuvo que vivir a partir de la persecución del grupo OBERIU. Esa zozobra, visible en las estructuras repetitivas de sus textos, en ciertos pasajes violentos, en pinceladas grotescas y en la presencia constante de la muerte -siempre súbita, como una broma-, destila un humor que, aunque muchas veces hilarante, también resulta perturbador.

Su ficción es una respuesta absurda a la brutalidad de su época. En marzo de 1937, escribe en su diario: “Ha llegado un tiempo todavía más horrible para mí. En Detizdat (la editorial estatal de literatura infantil) la han tomado con uno de mis poemas y han empezado a perseguirme. Han dejado de publicar mis obras. No me pagan… No tenemos qué comer. Estamos pasando un hambre atroz. Sé que ha llegado el final para mí”.

Pero, a pesar de las penurias soportadas sobre todo en los últimos años, Daniil Jarms, como dice Jesús García Gabaldón en el epílogo, “concibe la escritura como fiesta… Leer a Jarms es siempre una alegría para los sentidos y un fantástico festín para la mente, pues sus textos son fascinantes y divertidísimos experimentos imaginarios, radicales y anticonvencionales”.

Para participar de ese júbilo, nada mejor que zambullirse en sus textos, magníficamente traducidos por Fernando Otero para esta reciente edición.


Me llaman Capuchino, Daniil Jarms.

Traducción del ruso de Fernando Otero Macías.

Epílogo de Jesús García Gabaldón.

Editorial Automática.

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