Rasputin © Benjamin Lacombe
«Aquellos que sueñan de día comprenden muchas cosas que escapan a los que sólo sueñan de noche», dijo uno de los escritores que más nos hizo dudar de la realidad cotidiana, Edgar Allan Poe. Fue, además, una de las primeras lecturas y obsesiones de Benjamin Lacombe (París, 1982), a quien dedicó uno de sus títulos más celebrados, «Los cuentos macabros». De su obra, que ya cuenta con una legión de seguidores –sólo en España lleva más de 100.000 libros vendidos-, este año ha publicado en español «El herbario de las hadas» con la editorial Edelvives, en catalán con Baula y en euskera con Ibaizal. En él, Alexánder Bogdanóvitch, un brillante científico formado en la Universidad Agronómica de Moscú, emprende un viaje por el continente europeo en misión especial: como integrante del «secretísimo Gabinete de Ciencias Ocultas» del místico Rasputín, en 1914 penetra en la Bretaña francesa a fin de continuar sus investigaciones para elaborar un elixir de la inmortalidad. Después de dejar atrás sus infructuosas pesquisas por la Selva Negra, llega a un espacio mágico, cerca de Rennes, famoso por las leyendas artúricas e inspirador de uno de los territorios que aparecen en el «Silmarillion» de Tolkien: Paimpont y el bosque de Broceliande. Allí, levanta un campamento «construido con madera, como nuestras isbas rusas» y enseguida traba amistad con el personaje que atesora la sabiduría milenaria del lugar, la curandera. A partir de entonces da inicio una cascada de descubrimientos que anota e ilustra en su cuaderno de campo: un mundo nuevo, oculto, mágico.
«El herbario de las hadas», escrito a dos manos junto con Sébastien Perez, está construido a partir de la mezcla de géneros. Por una parte, nos encontramos la rica tradición de la ilustración naturalista de plantas y animales, así como planchas de anatomía que ocupan cuidadas dobles páginas; gracias a ellas, seguimos los pasos de este aventurero cuya sorpresa va en aumento, y no es para menos: al poco de llegar descubre una planta, la «genciana mayor», con la cual hace un jarabe que suministra a dos viejos ratones. El resultado: los roedores recuperan su vigor de antaño. Poco a poco y ante sus ojos se desvela una variopinta fauna de animales desconocidos, cruce de plantas y criaturas del bosque, que, a primera vista, le pasa inadvertida por su capacidad de mimetizarse con el medio. «Me tiemblan las manos. ¡He hecho un descubrimiento increíble! La pilularia y el junco lanudo no son casos aislados. Se diría que cada planta del bosque estuviera habitada por una especie desconocida», escribe en su diario, preso de la emoción. El lector también tiene la oportunidad de leer las cartas que intercambia con su mujer Irina Gruchetski, bailarina del Mariinski, con su colega Nikolái Zaroudni de la Academia de las Ciencias en San Petersburgo o con el mismo Rasputín, que le insta a poner la máxima atención en sus investigaciones, dada la relevancia de los hallazgos científicos. Tampoco faltan los recortes de periódico, los carteles de las obras de danza en las que participa Irina, las fotografías, los retratos y los testimonios. Sin embargo, Alexánder Bogdanóvitch es cada vez más consciente de que si revela al Gabinete todos los secretos de Broceliande es probable que acaben por saquearlo. Incluso llega a plantar cara a Rasputín y a poner en juego su vida. El final lo dejamos para el lector.
Benjamin Lacombe pertenece a una joven generación de ilustradores con un sólido bagaje en artes audiovisuales. Cuando define el estilo de cada uno de sus títulos no duda en evocar a los grandes clásicos del cine, como Alfred Hitchcock y Ted Browning, o a directores contemporáneos cuyo denominador común es su enorme capacidad de crear mundos propios. Tal es el caso de Lars Von Trier, David Lynch, Pedro Almodóvar o Tim Burton, con el que comparte afinidades pero al que no podemos declarar como su máxima influencia. Tampoco es ajeno a la fotografía, en concreto a la fotografía artística, que cuida con especial mimo la puesta en escena, y no duda en utilizar el retoque digital para crear un pictorialismo contemporáneo del tipo de Erwin Olaf, Desirée Dolrom, Gregory Crewdson y, sobre todo, Loretta Lux. Pero también tiene presente a los diseccionadores de la marginalidad, cuyo máximo exponente fue Diane Arbus. Y de la pintura toma la luz que baña las viñetas, casi siempre tenue, cercana a los lienzos de la escuela flamenca. Y con todo, Lacombe crea un mundo también personal, incluso a partir de un imaginario tan trillado como el de las hadas y demás criaturas del bosque. Para huir de los estereotipos ha desarrollado una teoría propia de la evolución, en la que las criaturas parecen seres metamorfoseados a partir de un fragmento de la naturaleza… pero con ojos y patitas. Lo más sorprendente de «El herbario de las hadas» es que después de contemplar las criaturas nacidas de la imaginación de Lacombe somos capaces de entender la casi locura, o hechizo, en la que cae nuestro naturalista ruso. Tal es la capacidad del ilustrador francés de mezclar realidad y pura fantasía.
«El herbario de las hadas» se presenta en formato tradicional (papel), con un cuidado y agradable acabado final, y en digital para iPad, donde la historia se amplía mediante el empleo del sonido y la expansión de las viñetas con cortometrajes animados. Según Lacombe, no obstante, una versión no resta importancia a la otra, pues el material del libro produce experiencias que el digital no puede, y viceversa. Sea cual sea el formato escogido, «El herbario de las hadas» es una seductora invitación al viaje para los pequeños y los no tan pequeños.
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