Foto de RIA Novosti
Pero los documentos acordados y suscritos a principios de diciembre en los bosques bielorrusos de Bieloviezh, se compararon con la caída del Muro de Berlín. Provocaron la desaparición del Estado más grande que se contraponía a Occidente.
Ahora, los intelectuales occidentales se culpan por no haber podido convertir a Rusia en un Estado democrático moderno.
“La ayuda de EE UU no pudo asegurar una transición transparente, fundada en la supremacía de la ley”, escribe en el “New York Times” Ariel Cohen, experto principal de “Heritage Foundation” para el estudio de Rusia y Eurasia.
¿Valía la pena confiar en un éxito tan rápido? ¿Era posible pensar que el paso del socialismo, en su concepción soviética, a la democracia contemporánea, en su comprensión europea y norteamericana, sería indoloro y veloz?
Stalin tardó cerca de dos decenios en afirmar que la “victoria final del socialismo”había llegado. Esta “victoria” se fijó formalmente en la Constitución de 1936 de la URSS.
Además, en la revolución de 1917 sufrió una capa relativamente poco numerosa de ciudadanos ricos, en tanto que las masas populares comenzaron a recibir algún pedazo de la tarta de las mesas de los patrones.
En cambio, el rechazo al igualitarismo socialista fue una decisión obligada de las autoridades y no una expresión de la voluntad popular.
Guennadi Burbulis, colaborador del entonces presidente Borís Yeltsin, fue uno de los que suscribió el tratado de extinción de la URSS y de la creación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI). Aunque poco antes de aquello tuvo que firmar papeles totalmente distintos.
“Recuerdo como todas las noches me llegaban para la aprobación documentos sobre la confiscación de las últimas reservas de harina, de combustible diesel, de marcas especiales de metal… Resolvíamos cuestiones de supervivencia en condiciones de amenaza de hambruna y destrucción total de la vida económica en el país. En aquella época, ningún órgano de poder de la Unión Soviética funcionaba de manera normal. El país se encontraba al borde de una peligrosísima anarquía”.
La gran mayoría de los rusos no se lo cree. Y tampoco se lo quiere creer. Todas las encuestas de opinión pública sobre la desintegración de la URSS muestran más o menos el mismo cuadro: los culpables son Mijaíl Gorbachov y los agitadores extranjeros. El popular politólogo Serguéi Kurguinián considera, por ejemplo, que para Gorbachov era más importante recibir el premio Nobel de la Paz que la paz en su propio país. Según la opinión de Kurguinián, que es muy popular, Gorbachov quiso ser un político de nivel mundial y lo logró preparando la liquidación de la gran potencia. Los que le ayudaron fueron los funcionarios las fundaciones internacionales, es decir, los servicios de inteligencia, a los que no les hacía falta un fuerte competidor en la arena internacional.
El principal resultado de la transformación fue la desigualda social, algo inaceptable para la democracia. ¿Asombra entonces que muchos en Rusia voten a los comunistas, que prometen resucitar la URSS?
Lo que sí que parece evidente es que los polos ideológicos que quedaron tras la caída del totalitarismo soviético se van a completar con una concepción democrática del mundo, sea cual sea la fuerza que se meta allí dentro. Por ahora, el servilismo ante el poder se ha reeplazado por el sometimiento a Dios: la cantidad de fieles en Cristo y Allah se ha multiplicado en las dos últimas décadas.
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