Moscú, 24 de agosto de 1991: funeral público por las tres personas asesinadas durante el golpe de Estado. Foto de GettyImages
Al igual que muchos niños rusos en agosto de 1991, Ilya Poliveev vivió el fallido golpe de Estado contra el líder soviético Mijaíl Gorbachov a través de la expresión de pánico de su madre mientras la familia miraba las noticias por televisión y sus padres intercambiaban comentarios nerviosos.
“Aún recuerdo muchas imágenes de las noticias, como la expresión de Gorbachov, que era en esencia la misma que la de mi madre”, recuerda Poliveev a sus 26 años cumplidos. Entonces vivía en Magadán, al norte de Rusia. Ahora vive en Moscú y trabaja como estilista. Este mismo mes de hace 20 años, entre el 19 y el 21 de agosto, los comunistas de la línea dura intentaron derrocar a Gorbachov y, de esa forma, detener su programa reformista, la perestroika , junto con la propuesta de modificación de las leyes que gobernaban la Unión Soviética.
Pero el intento golpista fracasó y los moscovitas se unieron a la causa de Boris Yeltsin, el entonces presidente de la República Rusa, cuya declaración en contra del golpe, subido a un tanque a las puertas de la Casa Blanca (sede del Gobierno ruso), pasó a la historia. Gorbachov, que permanecía bajo arresto domiciliario en Crimea, regresó a Moscú tras la exitosa intervención de Yeltsin, aunque su posición como líder fue herida de muerte. Casi de inmediato comenzó el proceso de disolución de la Unión Soviética.
“Lo que recuerdo sobre todo es el miedo”, comenta Svetlana Prúdnikova, que por entonces tenía 40 años y trabajaba de maestra. “Pero también eran tiempos muy activos y prometedores. Todo se sentía muy real... y lleno de energía”.
Vera Grant recuerda que estaba plantando patatas en la dacha de sus abuelos cerca de Moscú, mientras los adultos escuchaban la radio con atención. “Había mucha tensión”, explica Grant, promotora de espectáculos de 26 años.
Hoy, dos décadas después de la fundación de un nuevo Estado, que comenzó con grandes esperanzas de democracia y prosperidad, los rusos se muestran profundamente ambivalentes respecto a lo que se ha ganado en el transcurso de los años y sobre la actual trayectoria del país. Según el Levada Center, una agencia de encuestas independiente, sólo un 8% de los rusos concibe lo acontecido en agosto de 1991, y el subsiguiente colapso de la Unión Soviética, como una revolución democrática. Un 36% de la población, al igual que el primer ministro Vladímir Putin, califica la caída de la Unión Soviética como una tragedia, mientras que el 43% minimiza lo que para muchos fue un momento fundamental de la historia rusa, como una mera lucha de poder entre burócratas.
“Había una ilusión de libertad y de cambio”, manifiesta Philip Bochkov, director artístico, a la vez que recuerda cómo su familia se desplazaba a gatas dentro de su apartamento moscovita durante el transcurso del golpe, porque estaba ubicado cerca de la Casa Blanca y en el barrio corría el rumor de que había francotiradores en los techos que apuntaban a la población.
“En la actualidad, nadie lucha por nada. Todos están siempre en contra de algo”, opina Grant. “Lo principal es que las cosas no vuelvan a ser como fueron”, abunda.
Natalia Móshkina recuerda la sensación de júbilo de la multitud cuando su abuela y su madre la llevaron a una concentración a la Casa Blanca después de conocer que el golpe había fracasado.
“Había una sensación de excitación, democracia y entusiasmo social”, recuerda Móshkina, ejecutiva publicitaria moscovita de 34 años. Pero cuando vuelve la vista atrás, 20 años después, Móshkina dice que recuerda esos tiempos con abatimiento. “Tengo la sensación de que nuestra nación dejó escapar una gran oportunidad. Desde lo personal, me he vuelto más práctica y cínica”, confiesa.
Borís Dubin, titular del Departamento de Estudios Sociales y Políticos de Levada, cree que “la mayoría de los rusos contempla los años noventa desde una perspectiva negativa, ya que asocian dicha década con el colapso económico, el caos, la degradación cultural... Mientras que una pequeñísima porción de los socialmente más activos valoran poder disfrutar hoy de las libertades básicas”.
El analista también subraya que la hostilidad hacia esa década ha sido alimentada por los medios rusos, que una y otra vez la han descrito como un período de caos absoluto. “La gente ha acabado por desilusionarse”, agrega.
Pero Dubin apunta también que “la retórica democrática ha calado en el pueblo” y la idea de que la democracia es algo bueno ha persistido como el principal legado del colapso del comunismo. Los rusos continúan aspirando a obtener los mismo que pedían hace 20 años, aunque no saben cómo luchar por cambiar las cosas.
Para Irina Potápova, masajista de 51 años que vive cerca de Moscú, los rusos todavía tienen que desarrollar una conciencia ciudadana. Con demasiada frecuencia, opina, el servicio público es visto como la gallina de los huevos de oro, y no como una vocación. Y agrega: “En política, la corrupción debería erradicarse de raíz”.
Los medios han descrito los años noventa como un periodo de caos absoluto.
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