La fórmula rusa de la felicidad

Foto de PhotoXpress

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El pasado abril una amiga me invitó a un original evento: el festival de psicología práctica “Planeta de gente”. “Vamos, será interesante”, me prometió. La vedad es que las sorpresas no se hicieron esperar. La primera sorpresa fue la magnitud. Los organizadores lograron reunir 258 psicólogos de Rusia, Europa, Estados Unidos, Canadá e Israel. En los cinco días que duró el festival hubo más de 300 ponencias y seminarios. Además, todo este lujo de comunicación psicológica era totalmente gratis.

Tal y como explicaron sus organizadores, la tarea fundamental del festival era “acercar al psicólogo con su cliente potencial”. En Rusia los servicios de los psicoterapeutas no son demasiado requeridos. Un “psicoanalista personal” evoca más a una película de Hollywood que algo relacionado con la vida real. Según las encuestas, en situaciones difíciles la mayoría de los rusos prefiere pedir consejo a los amigos, a los parientes o a los colegas y, en casos extremos, resolver el problema por sí mismos. Sólo el 2-3% está dispuesto a visitar la consulta de un psicoterapeuta.

En cambio, tras ver la multitud que se había congregado resulta difícil creer este último dato. El festival tuvo lugar en los tres pisos de la Academia de Ciencias de Rusia y, literalmente, no cabía un alfiler. Aunque también es posible explicar el entusiasmo porque la entrada era gratis. Convengamos que la visita a un psicoterapeuta no es un placer barato.

Mi mirada se nublaba ante la abundancia de temas interesantes: quería, al mismo tiempo, “cambiar el pasado” y “alcanzar la fuerza vital”, “hacer del sueño una realidad” y simultáneamente “hablar con mi propio cuerpo” sobre la salud y el desarrollo. Ante esta situación, lo mejor era detenerse en algo preferentemente global, como por ejemplo “la discusión sobre la felicidad”.

Pero no fui la única que se decidió a buscar la felicidad, ya que 40 minutos antes del comienzo era difícil encontrar algún asiento libre en el auditorio. Quienes no lograron un asiento (unas cuarenta personas) se amontonaron discretamente junto a las paredes y en los pasillos. Las moderadoras fueron Olga Troitskaya y Natalia Tumashkova, miembros del comité organizador del festival, y la profesora Ekaterina Mijáilova, de la Universidad de Psicología y Pedagogía de Moscú. Hubo algunos asistentes que fueron a verlas a ellas especialmente. El chico sentado a mi derecha me comentó: “Escuché varias conferencias suyas hace algunos años y me gustaron mucho”. Si juzgamos el hecho de que vino acompañado por una chica unas dos veces más joven que él, podemos suponer que el anterior contacto con las psicólogas dejó sus huellas.

A propósito, las conferenciantes aclararon que no pretendían dar ninguna receta concreta para la felicidad. Según Ekaterina Mijáilova, “la idea de una fabricación masiva de gente feliz es simplemente monstruosa” y el mito de que si uno hace todo bien, uno será feliz, es destructivo. Los presentes se enfrascaron rápidamente en un acalorado debate. Todos tenían algo que decir. Además, hubo una clara división de opiniones. Una parte del auditorio afirmaba que “no hay que buscar la felicidad especialmente ya que todo está en el propio ser humano”. Otra parte insistía en que “si supiésemos de antemano que todo está en nosotros, no haríamos nada. Entonces, deambulando por la propia vida, comprendes que eso es la felicidad”. Los rusos maman esta última afirmación prácticamente desde la más tierna infancia, a causa de la literatura rusa. Como se sabe, en sus obras clásicas no abundan los personajes felices. Y si el protagonista finalmente consigue la merecida felicidad, como Natasha Rostova en la novela “Guerra y paz”, antes de esto deberá obligatoriamente experimentar todo tipo de sufrimientos físicos y morales.

Yo también tenía una pregunta para las científicas. No era de carácter personal sino que la hacía en nombre de todos los rusos. Hace tiempo que me inquieta el ranking internacional de la felicidad, el puesto que ocupa Rusia de forma estable está alrededor del doscientos. Quería oír una opinión competente y formulé la siguiente pregunta: ¿Son los rusos tan profundamente infelices en realidad o de alguna manera ese rol cumple su papel y consigue apocarnos?

Las expertas se inclinaron por la segunda variante. “Un ruso se siente como un idiota si le dice a otro que es feliz. Somos complicados y eso significa que debemos tener problemas. No es posible que sea de otra manera”, supone Natalia Tumashkova. Un ruso común responde a la pregunta si es feliz con algo como: “mire, señor, vamos a aclarar qué tiene usted en cuenta cuando dice felicidad”. En cambio es algo simple para cada europeo. Lo más probable es que tras esta frase el representante de la empresa que configura el rating internacional de felicidad haga una marca en la opción que dice “profundamente infeliz” e interrumpa la conversación.

El provechoso debate se prolongó dos horas y media. Ninguno de los presentes, ni tan siquiera los de los pasillos, cambió de posición. “Seguro que en casa sus familias los esperan”, apuntó irónicamente una de las participantes en la mesa redonda. Aunque en ese momento eso carecía de importancia: estábamos buscando, inspirados, la fórmula rusa de la felicidad. Aunque esta, como suele ocurrir, se encuentra de forma totalmente inesperada. Entonces, cuando todos salían, una chica con gafas, una estudiante, reconoció emocionada: “¡Qué feliz estoy por haberme relacionado con esta gente tan inteligente!”. Esta es la felicidad rusa: una atractiva charla sobre materias elevadas. Desde este punto de vista, el festival cumplió su objetivo por completo.

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