El muro de cristal del FBI

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Lo más desagradable de la historia de la detención en Estados Unidos de una decena de “espías rusos” quizás estribe en que el FBI presentó a la sociedad norteamericana una señal clara e inconfundible: con los rusos es mejor no tener relaciones, porque las trompetas pueden sonar con facilidad. Ya sea por espionaje, ya sea por lavado de dinero.

Las acusaciones bastante confusas sobre los “espías ilegales” se descifran en clave similar. Si has intercambiado en la calle un par de frases sobre el presidente Obama, entonces estás ayudando a los enemigos a recolectar una información políticamente sensible. Pero si en realidad tienes algún negocio con los rusos te estás ganando 20 años de cárcel por legalización de ingresos criminales. Pero Dios no quiera que tu negocio sea en el sector de las tecnologías y la innovación, porque entonces se trata claramente de espionaje militar y tecnológico.

Ante semejantes casos, el hombre común reacciona más o menos de la misma forma: es mejor ser precavido ante lo que pueda pasar. Y por eso es esperable que el sector innovador estadounidense vaya a relacionarse con mayor recelo con sus posibles socios rusas. No lo harán Boeing o Cisco, que podrán seguir vendiéndonos su producción o utilizando el trabajo de nuestros programadores e ingenieros con total tranquilidad.
Pero el real intercambio de ideas y flujo de know-how en las pequeñas empresas se vuelve problemático. Escándalos de este tipo crean un “muro de cristal” invisible pero evidente para todos.
Es posible considerar este escándalo como “un escupitajo en la espalda” del presidente ruso, Dimitri Medvédev, que ha visitado recientemente Estados Unidos. Pero también puede ser una forma efectiva de anular los resultados de los intentos rusos por colaborar con las empresas estadounidenses de alta tecnología. El sistema político norteamericano es complicado, hay muchos grupos de presión. Prohibir algo directamente es costoso y peligroso, pero es perfectamente posible retrasarlo un poco.
No vamos a afirmar que este ha sido el objetivo (ni mucho menos que lo fue exclusivamente) de los estadounidenses al urdir este escándalo. Puede haber muchas razones: demostrar quién es el amo en casa, sondear la reacción rusa, etc. Pero algo es evidente: ya se ha asestado un significativo daño a las relaciones ruso-norteamericanas en el día a día, en los negocios. En este sentido, este turbio escándalo de espías está emparentadp con los sustos de “la mafia rusa”. Nadie en Estados Unidos sabe a ciencia cierta de qué mafia se trata, pero todos han escuchado que uno de cada dos rusos es un terrible mafioso.
La visita de Dimitri Medvédev produjo una buena impresión en el público estadounidense. Por lo visto, demasiado buena. Muchos en Estados Unidos recuerdan todavía con espanto que hubo un periodo, a principios de la década del 2000, en el que el político más popular en Occidente era el presidente ruso de entonces, Vladímir Putin.
Barack Obama pierde popularidad a pasos acelerados, y ya no se encuentran justificaciones para la esperanza de que pueda resolver los problemas más complicados. Su autoridad también decae en la arena internacional. Por ello, una cierta corrección de la imagen de Rusia tras la visita no es, claramente, ninguna molestia. Es posible que este factor también se haya incluido en los cálculos de los organizadores del escándalo. Es evidente que en este asunto lo importante fue precisamente el escándalo y no la detención de los supuestos espías.
Por lo demás, este escándalo puede jugar un papel positivo en las relaciones ruso-estadounidenses. Muchos observadores señalan que este escándalo es una prueba de la debilidad del lobby político ruso en Estados Unidos. Ahora, posiblemente, ambas partes comprenderán que es necesario crear un sistema más completo y ramificado de discusiones bilaterales regulares y francas.

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